Neoliberalismo: desde la Revolución Reagan hasta el Consenso de Washington (2 de 2)
Notas sobre el estado de la democracia panameña (¿qepd?), versión criolla, parte 4
…but the insidious thing about these forms of worship is not that they’re evil or sinful, it’s that they’re unconscious. They are default settings. They’re the kind of worship you just gradually slip into, day after day, getting more and more selective about what you see and how you measure value, without ever being fully aware that that’s what you’re doing. David Foster Wallace (This Is Water)
Esta es la segunda mitad de la más reciente entrega de Versión Criolla. Si no la has leído, la primera la encuentras aquí.
El Consenso de Washington: la Rx neoliberal pa’l retraso tercermundista
Acuñado en 1989 por John Williamson del Instituto Peterson para la Economía Internacional (PIIE), este “consenso” simplemente describía las políticas impulsadas en América Latina, y respaldadas por instituciones como el FMI, el Banco Mundial y el Tesoro de EE.UU, tras la crisis de deuda de los 80. El término, sin embargo, evolucionó en los 90, asociándose con la privatización y la reducción del control estatal en las economías nacionales luego de la caída del comunismo.
En nuestra región, esta lista de super sería implementada con gusto, de manera similar a como paso en EE.UU. y Gran Bretaña, por partidos “populistas” (al menos, tradicionalmente, de centro-izquierda). Por ejemplo, el gobierno peronista de Carlos Menem en Argentina abrió el país a la inversión extranjera, especialmente en el sector bancario. Esta movida trajo al pueblo argentino, a finales del Siglo XX, la estabilidad económica y política que tanto les hizo falta durante su entonces reciente pasado de terrorismo de Estado.
Mentira, Argentina se fue pa’la shiznit, una vez más, poco después que Menem saliera de la Casa Rosada. El Estado argentino, como ya es costumbre, tuvo que ir a pedirle ayuda a la comunidad internacional para evitar una sangrienta revolución en el país.
En Panamá, el primer intento de penetración por parte del neoliberalismo fue, como lo había sido en Chile, por la vía de la dictadura militar (pa’ que entiendas que el capitalismo puede prosperar tanto en democracia como bajo el más cruento autoritarismo). Sin embargo, cuando nuestro propio Chicago Boy y máscara civil de carae’piña, Nicolás Ardito Barletta, implementara las “reformas” neoliberales – en un intento por sacar al país del hoyo negro de endeudamiento en el que Torrijos y su “revolución” lo había dejado tirado – se encontró con un Estado, y una sociedad civil, que todavía retenían algo de poder. Como dicen Michael L. Conniff y Gene E. Bigler en su reciente historia del “Panamá Moderno”:
Entre 1982 y 1986, el FMI y el Banco Mundial estipularon que, para recibir nuevos préstamos y salir del estancamiento, Panamá debía adoptar las medidas de austeridad que ellos exigían. [Los autores y economistas] Zimbalist y Weeks creen que estas agencias idearon una camisa de fuerza económica [economic straightjacket], basada en la adhesión dogmática a políticas neoliberales que más tarde se conocieron como el Consenso de Washington. El Presidente Ardito Barletta, inculcado en este tipo de políticas y un ex-vicepresidente del Banco, intentó implementarlas durante su administración de 11 meses. Aunque logró obtener nuevos préstamos y elevar la calificación crediticia del país, también suscitó la oposición laboral y erosionó el apoyo popular al régimen. Noriega y el alto mando de las [Fuerzas de Defensa] le retiraron su apoyo; la investigación que anunciara por el asesinato de [Hugo] Spadafora, resultó en su derrocamiento.
Sería más bien, como en Argentina, un “partido del pueblo” quién en Panamá administraría la medicina promulgada por el Consenso de Washington, por amarga que fuese, mediante la vía democrática. En 1994, Ernesto Pérez Balladares – el Toro, como de cariño le decimos a este infeliz – al frente del supuestamente torrijista Partido Revolucionario Democrático (PRD), gana las elecciones presidenciales a sólo 5 años de la decapitación de la dictadura militar, de la cual tanto se benefició el partido (y con la cual estará para siempre vinculado).
Consenso Criollo: Privatizaciones y la mal llamada Ley Banistmo
Durante la administración del Toro, la ideología neoliberal se manifestó en una serie de privatizaciones y reformas legales que cambiaron de manera considerable la vida de la mayoría de los panameños. Ejemplos destacados incluyen la privatización del INTEL, el monopolio de telecomunicaciones del cual hablamos en una de las primeras entregas de Versión Criolla, y la del Instituto de Recursos Hidráulicos y Electrificación (IRHE), el monopolio estatal de electricidad que supliera a los panameños hasta que su privatización se completara en 1998.
Aunque a las “transacciones” que privatizaron el IRHE debería dedicarles su propia edición, en ésta sólo me valgo con recordarles que los consumidores panameños seguimos pagando carísimo por energía eléctrica, mientras que las empresas generadoras y de distribución hacen japai sobre nuestras espaldas – otro de las decenas de impuestos sobre la clase media que hacen que la vida en Panamá sea mucho mas cara de lo que debería ser.
Siguiendo la fiesta de privatizaciones, el gobierno de Pérez Balladares también concedió los puertos de Balboa y Cristóbal, dos de los activos más importantes del Estado gracias a nuestra posición geográfica, a la multinacional Hutchison, dueña de nuestra queridísima Panama Ports Company (PPC), por un período prorrogable de 25 años. Como si fuera poco, la bendita cláusula de “equiparación” del Contrato Ley No. 5 de 1997 le permitía a PPC “ajustar” las tarifas y condiciones establecidas en el contrato, en respuesta a “cambios en el mercado y condiciones operativas”, y eso fue exactamente lo que hicieron.
El próximo gobierno, liderado por la también infeliz pero esta vez arnulfista Mireya Moscoso, continuó la tendencia neoliberal. En probablemente el segundo autogol más costoso de nuestra historia republicana (después de aquel tratado que nos vio nacer), la Yeya redujo las obligaciones financieras de Panama Ports para con el Estado (o sea, para con los panameños), a cambio del gigantesco beneficio que le generaba a la compañía operar dos de los puertos más geo-estratégicos de las Américas.
En lo que fue una bonanza para la multinacional con sede en Islas Vírgenes – al igual que para el puñado de profesionales criollos que hasta el sol de hoy interceden por ella ante el Estado y sus ciudadanos: abogados, banqueros, contables, auditores, publicistas, etc – la equiparación le ha impuesto pérdidas multimillonarias a los panameños, todos los años, durante más de un cuarto de siglo.
Con esta acción política, de un plumazo digno de Philippe Bunau-Varilla, nuestro propio Estado le cedió a un grupo económico, que de panameño no tiene más que el nombre, miles de millones de dólares extraídos de nuestros recursos – tal y como indicaba el Consenso de Washington, porque ¿quién mejor que una empresa privada, que no tiene absolutamente nada que ver con un país, para decidir como re-invertir, para el beneficio de la gran mayoría de sus ciudadanos, los ingresos derivados de dicho país?
Mientras tanto, Panama Ports sigue controlando dos de nuestros recursos más lucrativos, sin supervisión ni beneficios reales para nuestra economía.
Sin embargo, si hay algo que ha cristalizado la revolución política que significaron las reformas neoliberales en Panamá, es la muy mal llamada Ley Banistmo. Aprobada por el gobierno que sucedió al de la Yeya – nuevamente PRD, esta vez presidido por Martincito, el mismísimo hijo del general, pa’ que entiendas que el problema en Panamá no es el gobierno de turno – la Ley 18 de 2006 no solamente allanó el camino para la venta de Banistmo a HSBC ese mismo año, sino que también “simplificó” el marco legal para futuras fusiones y adquisiciones de empresas criollas, tal como prescribía el dogma neoliberal.
Crucialmente, la ley también modificó nuestro marco fiscal, es decir, los impuestos que hasta entonces “debían” pagar las compañías panameñas al Estado por sus ingresos, ¡pero que nunca lo hacían! Sus promotores argumentaron que la “reforma”, por ende, aumentaría las recaudaciones del Estado, a pesar que el nuevo nivel impositivo sería solamente un tercio del anterior. Recuerdo que esto era algo que los expertos del patio en esos tiempos no se cansaban de decirnos, como si el hecho que antes “ninguna compañía pagaba impuestos” debía de hacernos sentir afortunados que ahora iban a pagar dos riales.
Sin embargo, con una reducción del 30% al 10% en el impuesto sobre las ganancias de capital, la ley disminuyó drásticamente los ingresos que Panamá podría haber recaudado de las grandes ventas corporativas y fusiones que se dieron en el patio a principios de siglo. Aunque inicialmente fue vista como un catalizador para atraer más inversiones extranjeras y fomentar el crecimiento económico, las implicaciones a largo plazo de la ley han sido ruinosas.
Uno de sus impactos más directos, por ejemplo, fue la pérdida histórica de fondos para invertir en servicios públicos como educación, salud y transporte, estimados en hasta 400 millones de dólares solamente en esa transacción.
Crucialmente, sin embargo, la ley dio inicio a una racha de actividad financiera en Panamá, incluyendo varias mega-ventas de empresas panameñas de renombre como Cable Onda, Estrella Azul, y Grupo Rey a grupos económicos extranjeros. Estas transacciones produjeron riqueza generacional para unas cuantas familias / grupos económicos locales, pero resultaron, a la misma vez, en quién sabe cuántos miles de millones de fondos no recaudados por el Estado, ni por sus ciudadanos, a lo largo ya de casi dos décadas.
Esto ha llevado a una brutal transformación social en nuestro país. En vez de quedarse circulando en la economía local, de manera que pudiera reproducirse, invirtiéndose en capital productivo (infraestructura, por ejemplo, como escuelas, hospitales y redes viales, o en funcionarios públicos competentes y de alto rendimiento), la mayoría de estas extraordinarias ganancias se concentraron en la pura punta de nuestra pirámide socioeconómica, convirtiendo a Panamá en uno de los países más desiguales del mundo.
En términos prácticos, el problema con esto (al menos pa’l resto de los panameños), es que cada dólar que ha sido “re-invertido” por estos grupos y familias en los mercados capitales internacionales, incluyendo los de private equity – o gastado en lugares como #Breck o #Brickell – es un dólar que no ha ido pa’l Seguro, ni pa’l Instituto Nacional, ni pa’ la UTP, ni pa’ la Ampyme, ni pa’l Bono Solidario, y así nos vamos…
Además, muchos de estos “ahorros fiscales”, crucialmente, le concedieron aún más poder político a estos grupos económicos, beneficiándolos desproporcionadamente de los cambios legislados durante la época neoliberal. Por ende, ahora también ejercen su inmensa influencia sobre el proceso legislativo, es decir, cómo se escriben las reglas del juego en Panamá.
¿Indebidamente? Tal vez.
¿Anti-democráticamente? No lo dudes.
Por otra parte, en un país donde las disparidades económicas ya eran significativas, la disminución de los recursos disponibles para programas sociales – pa’ mejor ni hablar de las inversiones en investigación + desarrollo (i+d) que en Panamá nunca hemos hecho – ha engendrado los abismos socioeconómicos que hoy dividen a los panameños y nos tienen unos contra otros, en vez de todos echando pa’l mismo la’o.
Esto ha creado una situación insostenible, especialmente para una población tan ignorante y mal informada como la panameña, en la que los grupos que la conforman se ven, entre ellos mismos, con sospecha, desconfianza y hasta desprecio.
A pesar de la cada día más ostentosa riqueza generada dentro del territorio nacional, los panameños de clases media y obrera se sienten en una situación de casi constante inseguridad financiera, particularmente frente a los cientos de miles de inmigrantes económicos que, atraídos por esta riqueza (por mega-concentrada que esté), vienen a competir por las gotitas de prosperidad que caen del Olimpo panameño pa’l resto de los mortales, o cholos, que no terminan de estar tranquilos a pesar de romperse el fuas trabajando 5.5 días a la semana.
En vez de haber sido re-invertidos por el Estado en la productividad del panameño, o al menos de manera más democrática, prosocial, o como sea que le quieras decir, las nuevas reglas del juego, determinadas por el Consenso de Washington pero adoptadas por líderes criollos, proclamarían a los dueños de los grandes grupos económicos como los responsables por decidir cómo (y dónde) se utilizarían los fondos generados en Panamá, en gran parte, extraídos de recursos panameños.
La amenaza neoliberal a la democracia panameña
Probablemente lo más dañino de la Ley Banistmo, no obstante, ha sido su efecto sobre la percepción pública de la justicia en nuestro país y, por ende, el apoyo popular que reciben las instituciones que la dispensan, en particular, las del Estado. Hoy día, la Ley Banistmo es un símbolo de como las políticas públicas que han implementado los diferentes gobiernos a lo largo de nuestra era “democrática” han favorecido, casi siempre, a los grupos económicos más poderosos en detrimento del bien común.
Esta percepción, a su vez, ha alimentado el resentimiento del panameño, no solamente hacia su gobernantes, sino hacia esa otra gente, exacerbando tensiones sociales y políticas y abriéndole el camino a líderes autoritarios, que saben mejor que nadie cómo explotar las divisiones dentro de un país.
Pero el problema con el nombre de “Ley Banistmo” es que (similar a la “Ley Citigroup” que discutimos hace algunos días) da la apariencia que todo el drama alrededor de la transacción fue por un favor político a una compañía, familia o grupo económico en particular. Aunque este tipo de “favores” han sido el pan de cada día de todos nuestros gobiernos (y políticas públicas) post-invasión, la implementación de la Ley 18 de 2006 resultó en un cambio mucho mas fundamental para nuestro país: ¿quién cargaría con la responsabilidad de financiar el Estado?
La Ley Banistmo – que bien pudo haber sido bautizada como la “Ley de la Supremacía del Capital” o “Ley los impuestos son pa’ los awebaos” – dispuso que, desde entonces y en adelante, la empresa privada, pero, en términos prácticos, los grandes grupos económicos ya no tendrían que pagar su parte correspondiente por las calles y la infraestructura, los hospitales y las escuelas, los policías, bomberos, doctores, enfermeras, profesores, y demás profesionales que Panamá necesitaría para prosperar como país.
Al contrario, como si su responsabilidad fuera enriquecer a unas cuentas empresas locales y extranjeras, el Estado panameño no solamente cedería sus activos más rentables – o sea sus puertos, aeropuertos, zonas francas y leyes – a empresas privadas para que éstas se quedasen con la grandísima mayoría de los beneficios extraídos, sino que también cedería 2 de los cada 3 dólares que legalmente se le debía pagar por los miles de millones que se generarían en su territorio, más que nada, por medio de acceso especial a su propio recurso.
Esto, en pocas palabras, fue el resultado de las políticas neoliberales impuestas alrededor de casi todo el mundo y, con particular intensidad, en Panamá. La cuenta del estado de bienestar – específicamente, quién costearía el precio de la salud, la educación, la seguridad y el transporte públicos – ya no iría a aquellos que, hasta el sol de hoy, más se han beneficiado de la explotación del recurso nacional (es más, a estos grupos económicos, el Estado panameño los subsidiaría); mas bien, la carga fiscal nacional sería impuesta, en su grandísima mayoría, sobre los hombros de los asalariados formales y las pymes, es decir, los que menos pueden darse el lujo de contribuir a un Estado que, para colmo, termina robándoles.
Esta situación también ha contribuido a incrementar los niveles de endeudamiento en todo el país, tanto público como del hogar. En la era neoliberal, al tener menos ingresos fiscales disponibles, el Gobierno Nacional (especialmente durante la pandemia) ha tenido que recurrir en cada vez mayor medida a los mercados de deuda soberana para financiar sus operaciones y proyectos de construcción (incluyendo los que subsidia la Ley del Interés Preferencial, otro de los numerosos impuestos sobre la clase media panameña).
Similarmente, para poder mantener el estilo de vida al que se acostumbraron tantos obreros y profesionales durante el despilfarro de Mussolini, demasiados panameños siguen viviendo quincena a quincena pa’ pagar, más que nada, las letras de todos los préstamos que han tenido que sacar. A pesar de ser minas de oro para los bancos (y las financieras) del patio, las deudas pública y privada no solamente aumentan la carga fiscal sobre futuras generaciones, sino que también comprometen la estabilidad económica del país, y la de sus familias, a largo plazo.
La dependencia en el crédito es particularmente peligrosa en contextos de volatilidad económica global, como la que estamos viviendo actualmente, donde cambios en las tasas de interés y en las condiciones de los mercados, especialmente los de alimentos y combustible, pueden tener efectos súbitos y severos sobre la economía local. Como tantos panameños fueron testigos durante los disturbios y la destrucción que generó la firma del nefasto contrato minero, una población en estado de precariedad estará mucho más propensa a desahogarse violentamente, tirándose a la calle a la primera señal malestar político o social.
OK, se cometieron errores…
La inédita situación en la que se encuentra hoy día nuestro país, como espero haber dejado claro, no es una anomalía, ni la culpa de una sola persona, grupo económico o partido político. Nuestra situación actual – en la cual el capo de una conspiración criminal internacional acaba de “nombrar” al actual Presidente de la República, entre otros escándalos que poco a poco hemos normalizado los panameños – es el resultado de una serie de políticas públicas a largo plazo, influenciadas por procesos históricos dinámicos, pero que han redefinido quién controla, y cómo se distribuye, la enorme riqueza generada en Panamá.
Tras tres décadas de las políticas detalladas en el Consenso de Washington, creo que ya podemos decir con bastante seguridad que, contrario a lo que pregonaban los “reformistas” neoliberales, reducir al Estado a un rol de sirviente del capital (y de sus dueños) mientras permitimos que los grandes grupos económicos se hagan cargo de los asuntos humanos esenciales, no resulta en el bien común.
Al revés, el neoliberalismo nos ha legado una sociedad desigual y profundamente dividida, con un Estado débil, repleto de administradores y funcionarios públicos incompetentes y/o fácilmente corrompibles, tanto por los grandes grupos económicos como por el crimen organizado, es decir, por las enormes concentraciones de capital.
Por ende, el principal objetivo de la calaña política de turno, una vez gana las elecciones, es cerciorarse que las reglas del juego sigan beneficiando a la pequeña minoría de familias locales y empresas multinacionales (y, seamos honestos, criminales de todas partes del mundo) que controla, y se queda, con casi todo el valor extraído de los medios panameños de producción – específicamente, nuestras tierras, código legal y posición geográfica, incluyendo la infraestructura que la explota. Ahí, mi querido lector, está el valor de ocupar un puesto político en Panamá.
Claramente, el dinero que se generó en Panamá luego del año 2000 debió haberse invertido en el desarrollo de su capital humano, incluyendo en sistemas de educación, salud y seguridad pública dignos de un país al cual literal le llueve el dinero. De haber sido así, hoy probablemente no estuviésemos endeudados hasta la zapatilla, con el Seguro Social a punto de quebrar y con la fuerza laboral más cara y menos productiva de la región – algo que nos tomará generaciones enteras corregir, si es que lo logramos – mientras que un par de clanes locales viven como las familias reales del mundo árabe, donde la calidad de tu vida no depende de tu sudor o de tus ideas, ni mucho menos del valor que le produces a tu sociedad, sino de lo más trivial del ser humano: el apellido.
Gracias a las privatizaciones y otros golazos neoliberales que nos han clavado nuestros gobiernos “democráticos” desde la invasión de 1989, la mayoría del dinero generado en el patio, al menos desde que nos devolvieron el Canal y la Zona, ha sido desviado hacia el consumo privado de lujo, y hacia la compra de propiedades y otros activos financieros en el extranjero. Mientras tanto, en una esquina de un barrio cualquiera de la Ciudad de Panamá, San Miguelito o Colón…
Lo más dañino para nuestra democracia, sin embargo, ha sido todo el dinero que estos grupos económicos han “invertido” en nuestros líderes políticos, en particular, en la financiación cada vez más escandalosa de sus campañas. Al final del día, esto no es más que la compra directa de leyes, decretos ejecutivos y otros “favores” políticos para que los que gozan de acceso especial a los recursos estatales sigan haciéndolo sin tener que repartir casi nada del valor que extraen.
Como parte de la radical pero sigilosa revolución que pusieron en marcha Reagan y Thatcher en los 80, esta desmesurada acumulación de dinero por algunos individuos y empresas, tan fácilmente traducible en poder político, los ha convertido, para todos los efectos prácticos, en los dueños del país. En Panamá, un puñado de magnates y multinacionales acaparan casi todos sus recursos y, por ende, son tan poderosos que, hace un par de semanas, un solo buaylan se compró las últimas elecciones que celebramos en el patio, y ahora nadie sabe qué carajo va a terminar haciendo con lo que queda de nuestra democracia.
Mientras tanto, miles de panameños viven en condiciones infrahumanas, dignas de los barrios más decrépitos de Haití, y la mayoría de los asalariados y pymes del patio sienten inseguridad económica constante, a pesar de todo su trabajo, sacrificio y (pa’ lo poco que tienen) innovación. Sabiendo que tanta de la ampliamente definida clase media panameña votó, de hecho, por un convicto que simplemente les prometió más plata, creo que no está de más comparar el crecimiento desmesurado de los grandes grupos económicos, en un país tan enfermizo como Panamá, con el de un tumor maligno, el cual crece no sólo a expensas del resto del organismo, sino que, eventualmente, lo lleva a su muerte.
Ahora nos toca corregir estos errores
En este contexto, es crucial que tomemos las medidas necesarias para corregir los errores del pasado y redirigir el curso de nuestro país. Nuestro modelo de crecimiento económico, además de ser más inclusivo y equitativo, debe con urgencia fomentar incrementos en la productividad de nuestra fuerza laboral que, a su vez, brinden a los panameños más y mejores oportunidades de empleo formal y bien remunerado, es decir, una vida relativamente segura de clase media. En un pedacito de istmo tan ridículamente #blessed como el nuestro, con ni si quiera 5 millones de habitantes, esta vida debería ser la regla, no la excepción.
Esto implica re-evaluar, reformar e implementar con seriedad políticas públicas que garanticen que los beneficios de la explotación de los recursos nacionales lleguen a todos los sectores de la sociedad, en vez de quedarse en manos de unos cuantos jeques.
Repito, esto no es cuestión de buscar culpables. La idea es reconocer, además de los errores no forzados de la era neoliberal (los cuales podemos ver en casi todos los países del mundo, no solamente en Panamá), que los cambios necesarios requieren una “nueva” forma de pensar sobre la economía, en particular, sobre los mercados y su rol en la sociedad.
Siendo Panamá, al menos todavía, una democracia capitalista, debemos con urgencia re-evaluar cómo le asignamos valor a los esfuerzos de nuestros compatriotas, es decir, como la sociedad panameña los remunera. Para lograr esto, es necesario estar sumamente claros, en cuanto al valor económico que se genera en nuestro país, quién lo crea y quién lo extrae.
Pongo “nueva” forma de pensar entre comillas porque, aunque hay que adaptarla al lugar y a la época, la economía política que conlleva a la prosperidad más prosocial y sostenible ya la conocemos. Es imperativo, entonces, más allá de reformar el Estado y la forma en que escogemos a sus administradores, invertir la gran mayoría de los recursos generados en Panamá en los panameños, incluyendo, dándoselos directamente si cumplen con requisitos básicos de ciudadanía.
Y a los que piensan que, por el contrario, lo que Panamá necesita es austeridad, otra de las históricas injusticias impuestas sobre la gran mayoría de la humanidad por el neoliberalismo, les advierto que gran parte de la población, tal vez la mayoría, ya se encuentra en un estado de precariedad financiera, con cada adulto panameño metido en un hueco de, en promedio, más de $12,800 de deuda privada.
A los que hablan de “austeridad” sin especificar pa’ quién, también les advierto que el PIB per cápita de Panamá es mayor a los $17,000/año, lo que, técnicamente, nos hace uno de los países más ricos de la región. Esto significa que el problema de Panamá no es la falta de recursos, como lo es, discutiblemente, en muchas de nuestras hermanas repúblicas latinoamericanas, sino que estos recursos están controlados, con la brillante excepción del Canal, por unos cuantos grupos económicos que operan en el patio.
Ahora que finalmente nos llegó la cuenta de todos nuestros años de despilfarro – y de las inversiones a largo plazo en nuestra población que nunca hicimos – vamos a tener que decidir, como país, quién va a pagarla. Le rezo al dios en el que no creo, por el bien de nuestra democracia y de nuestra viabilidad como res pública relativamente próspera y pacífica, que aquellos a quienes les toque tomar esta crucial decisión tengan en cuenta todas las políticas neoliberales que, desde 1990, nos han traído a esta encrucijada, y quienes han sido los que verdaderamente se han beneficiado de ellas.
Porque si vienen con la cantaleta de austeridad, además de lo anterior, les advierto lo siguiente: la gran mayoría de los panameños, especialmente los que se parten el fuas a diario trabajando por salarios que no dan ni pa’ la soda, no están pa’ pagar ni’un centavo más. Sospecho, por ende, que con gusto les dirán a quienes vienen con ese flintin’ – probablemente de manera muy parecida a la reacción popular a la firma del contrato minero – por dónde se pueden meter esa austeridad.