¡Auxilio! El neoliberalismo se comió mi democracia
Notas sobre el estado de la democracia panameña (¿qepd?), versión criolla, parte 3
What have we done? How'd we get so far from the sun? Lost, lost in an oscillating phase Where a tiny few catch all of the rays - The Shins
Todavía lo recuerdo perfectamente. Había cumplido 18 años hacía solo unos cuantos meses y, finalmente, había concluido el martirio conocido como la secundaria. Estaba en Suiza con mis tíos y, en este específico, glorioso día de primavera alpina, andábamos casi que volando por las carreteras más civilizadas que en ese entonces había conocido (y, muy probablemente, hasta el día de hoy).
Curveando las montañas con suficiente fuerza centrípeta para sentirla en el pecho – en una máquina que, a pesar de no contar con alas, tenía motor de aeronave – mi Tío Nico, al volante con guantes, me dijo: “ese es el libro que tienes que leer si quieres entender el mundo que se viene”.
En cuanto a mi entendimiento del mundo que se venía, para aquel año 2000 de nuestro Señor, tan permeado de potencial, éste estaba expandiéndose prácticamente a diario. Había tanto que ignoraba, y lo sentía con más urgencia cada vez que pasaba tiempo fuera de mi país; mas no había manera de evitar el sentimiento, en lo más profundo de mi ser, que lo que estaba por venir – mejor dicho, lo que estábamos viviendo en esos momentos, literalmente, el futuro – no solamente había llegado ya, sino que estaba lleno de cosas buenas, especialmente para mí y mi generación.
El libro en cuestión lo estaba leyendo mi primo, quien venía conmigo en el asiento de atrás. Lo sacó de su mochila y me lo pasó para que lo viera: The Lexus and the Olive Tree, del columnista de relaciones exteriores del New York Times, Thomas Friedman (para entonces, ya en paperback). Aparentemente, era la segunda vez que se lo leía, el nerdo (ya mi primo había ido dos veces a Davos, cuando pocos fuera de ese círculo sabían ni lo que era), mientras que yo, como buen panameñito vida mía, no tenía npi de qué me estaban hablando.
Eventualmente, me leería el libro de cabo a rabo, con un hambre que la real nunca antes había sentido por la lectura. Aunque tampoco fue una revelación – ya muchos de los cambios de los que hablaba el libro estaban pasando en tiempo real – sentí que tenía en mis manos, tal vez por primera vez, una síntesis de esta nueva era que, además, tenía todo el sentido del mundo para mí, en particular, en cuanto a mi creciente identidad de “ciudadano del mundo”.
Ideas como “el mayor activo de la economía global no es el petróleo ni el oro, sino el conocimiento y las ideas” y “en una economía globalizada, la competencia es feroz y los ganadores son aquellos que pueden adaptarse e innovar”, aunque hoy día suenan pintorescas, hasta chistosas – especialmente en el contexto panameño – para alguien que estaba por recibir una inversión en su capital humano valorada en cientos de miles de dólares, este nuevo espíritu de la época me parecía lo mejor que le podía haber pasado a mi país, y a Latinoamérica, desde la llegada de Sony Entertainment Television.
Mirando hacia atrás, creo que es fácil criticar el optimismo, hasta la soberbia de la época, pero la verdad es que ¿cuál era la alternativa? Según Friedman, la globalización no solamente era una mera tendencia, sino una “fuerza irreversible”, cambiando el mundo entero de maneras fundamentales. Aquellos que ignoraran su poder, estaban “condenados a ser sus víctimas”. El libro fue, además de un pantallazo del Brave New World que se venía, una guía de lo que debía esperar, y de lo que necesitaría saber, para surfear la inexorable ola del neoliberalismo, de la que oía hablar cada vez más.
Great Expectations
En Panamá, la era neoliberal comenzó con el Toro, pero fue el 31 de diciembre de 1999 cuando de verdad hicimos nuestro debut. El año que fuese mi último en Panamá por varias décadas, fue de un optimismo tan palpable que se sentía, al menos así parecía, en todo el territorio nacional: en un Costa del Este que crecía lento pero seguro; en el Casco Viejo, donde estaban empezando a abrir los hoteles y rooftops que hoy día todo el mundo conoce, pero algo totalmente nuevo para la época; y, inclusive, en Bocas del Toro, hasta entonces un lugar mítico que sólo conocía en libros pero que, por primera vez, visité ese año.
Hasta ese momento, ni idea tenía que el paraíso, efectivamente, existía, y que quedaba en la parte noroeste de mi país, cerca de la frontera con Costa Rica.
Ese último día del Siglo XX, tuve la fortuna de asistir a la ceremonia oficial del traspaso del Canal a manos panameñas, en las faldas del Administration Building (como en mi familia de mitad zonians siempre le dijimos). Sin duda alguna, lo que me causó mayor impresión ese día fue la oleada de patriotismo que, una vez marcara puro cero el reloj que llevaba la cuenta regresiva de los días, horas, minutos y segundos que faltaban para que – de una vez por todas y por el resto de nuestras vidas – el Canal fuese nuestro, eruptó con la concentrada potencia de un grito colectivamente aguantado en la garganta panameña, generación tras generación, para cubrir el cerro desde donde todavía se impone aquel magnífico edificio.
Panamá, lo sentíamos todos, estaba listo para dejar atrás su pasado quasi-colonial y despegar. No sólo habíamos recibido el control completo del Canal y las Áreas Revertidas, sino que, en un par de años, vía referéndum, decidiríamos endeudarnos significativamente para invertir en la ampliación y modernización de nuestra gallina de los huevos de oro – hasta la fecha, la decisión más sabia que hemos hecho como país.
Y así fue como, en la primera década del Siglo XXI, no era raro ver, tanto en revistas internacionales como en la prensa criolla, artículos que designaban a Panamá como el Singapur o – no vayas ni a creer – el Suiza de Latinoamérica, brotheeer.
Junto con el eventual pero rotundo fracaso del experimento chavista en Venezuela, Panamá se perfilaba como el sitio para invertir y, por qué no, para traer a tu familia y criar a tus hijos acá, lejos del caos y la inseguridad que reinaba en tantas de nuestras hermanas repúblicas latinoamericanas.
¿Que falló?
Fue con esto en mente que recibí los resultados de las elecciones del pasado domingo, y la verdad me hice sólo una pregunta: ¿cómo así 1 de cada 3 panameños votó, para Presidente de la República, por (el más reciente de los manzanillos, por no decir otra cosa) del líder de una conspiración criminal internacional?
Por más que las cifras finales, en realidad, no hayan sorprendido a nadie, creo que nos corresponde entender cómo carajo alguien que tanto daño le ha hecho al país – por corrupto y autoritario, ambos – todavía goce del favor de un número tan alto de panameños.
En mi opinión, las razones principales son dos.
Primero que todo, desde que su mandato terminase con la derrota de su primer delfín, Mimito (por si ya lo olvidaron al pobre), Mussolini ha sabido rodearse de gente, como él, dispuesta a venderle su alma al diablo para adquirir poder. Tanto en el gobierno como en la empresa privada, muchos de estos desquiciados, por más que unos se hayan rebajado más que otros, defendieron al tirano hasta las últimas o, al menos, hasta que les dejó de ser políticamente útil.
La falta de espina dorsal (o dignidad, vergüenza, auto-estima, ¿quién sabe?) de tanto político criollo ha legitimado en los ojos de demasiado panameño, no sólo la grosera corrupción de Mussolini, sino su comportamiento anti-democrático y sus bien marcadas tendencias autoritarias, las cuales representan, hoy día, la amenaza más grande a nuestra democracia desde el golpe militar de 1968.
La realidad es que todos los que han trabajado (y los que todavía trabajan) para semejante sociópata saben, desde el principio, con quién se están metiendo, pero igual les ha valido, porque son unos hambrientos de poder, igual que él. El efecto cancerígeno que ha tenido sobre el electorado, y sobre la sociedad panameña en general, la legitimación de nuestro dictador en potencia es, realmente, imposible de exagerar.
En EE.UU. vemos algo muy similar con Trump, quién, desde sus primeras primarias republicanas ha logrado convencer a casi la mitad del electorado gringo – gracias, en gran parte, a sus cómplices, gente supuestamente bien que desde el principio lo han defendido – que 1) la democracia es una farsa y 2) lo que necesita el país es un autoritario que ponga orden (en Panamá, es que resuelva); a pesar que, como persona y Presidente, Trump ha demostrado niveles de corrupción e incompetencia que nunca antes se habían visto en la historia presidencial de los Estados Unidos.
Desde Mitch McConnell, líder de los republicanos en el Senado, hasta los rivales que Trump ha tenido en ambas de sus primarias, los cuales han sabido formarse en fila detrás de él una vez los hubo despechado de la contienda electoral, porque siguen teniendo su futuro político (y económico), igual que los acólitos de Mussolini, liado al líder de una conspiración criminal – el apoyo que le han dado al tirano algunas figuras claves del “establecimiento político” ha legitimado el degradado, y degradante comportamiento de este otro dictador en potencia. Tanto así, que a menos que algo cambie de aquí a Noviembre, el proximo Presidente de EE.UU. bien podría ser, igual que acá, un reo.
Por ende, si estas pasadas elecciones del 5 de mayo – como las que ganó Chavez en Venezuela en 1999 – terminan marcando el principio del fin de nuestra democracia, espero que estos “líderes” se vayan a sus respectivas tumbas teniendo perfectamente claro que han sido cómplices de este golpe, potencialmente mortal, que acabamos de recibir como país; porque en sus miserables vidas han podido poner algo, por más sagrado que sea para los demás, en frente de sus ambiciones personales (como veremos la próxima semana, el tipo de ser humano que cultiva el neoliberalismo: homo economicus)
Los dividendos, inclusive el de la democracia, son pa’ los accionistas
Segundo, como buen charlatán (otro parecido que tiene con Trump), Mussolini supo mejor que nadie explotar los enormes yacimientos de resentimiento que los panameños le tenemos a nuestros líderes tradicionales, tanto políticos como económicos, para posicionarse (aunque igual de corrupto que los demás) como el man de los “buenos tiempos”. En gran parte porque demasiados panameños están hastiados con el status quo nacional, más que nada el económico, el futuro de nuestra democracia fue en lo que menos pensamos estas elecciones.
Igual que los gringos que votaron por Trump – y los británicos que votaron por Brexit, los argentinos que votaron por Milei y los mexicanos que votaron por AMLO – no me cabe duda que fue el cabreo generalizado que engendra una situación de casi constante inseguridad económica (entre algunas burbujas de riqueza que cada día sobresalen más, como la pus de una herida infectada), lo que verdaderamente impulsó a las urnas al 34% de los panameños que votaron por Mussolini.
Al final del día, cuando la plata nunca te alcanza – especialmente si te parece que a otros, por motivos que no te quedan del todo claros, nunca les falta – la democracia y todas esas “libertades” te empiezan a saber a cake.
En lugar de la democracia, el domingo ganaron las promesas de más chen-chen en tu bolsillo – es decir, de seguridad económica – a pesar que fueron hechas por un prófugo de la justicia que hoy se esconde, como rata, en la embajada de otro país que sucumbió (ese sí, totalmente) a la dictadura. Un futuro con un par de dólares más al mes fue suficiente para que un tercio de nuestros compatriotas apoyaran al nuevo delfín de Mussolini, o perro de ataque, si prefieres, que igual que su dueño, es un autoritario puro y duro.
La tristísima realidad (amarga, si uno piensa en todo el potencial que teníamos al comenzar el siglo) es que en Panamá la gran mayoría de los tiempos, particularmente desde que los gringos nos devolvieron el Canal, han sido relativamente buenos – ¿o tú crees que la gente inmigra a nuestra jungla tropical por el clima?
Sin embargo, los buenos tiempos que ha vivido Panamá desde el 2000, lo han sido, más que nada, para aquellos en la pura punta de la pirámide socioeconómica, es decir, los que controlan el modelo de crecimiento. Por ende, hoy somos uno de los países mas desiguales de las Américas, con una clase media peligrosamente endeudada y, lo peor, con muy pocas cualificaciones para recibir mejores salarios en el futuro. Para la gran mayoría de los panameños, la realidad es una de salud quebranta, precariedad social y prospectos económicos grises (para no ser tan negativo).
La única diferencia entre nuestro Trump istmeño, sin embargo, y el resto de la calaña que nos ha gobernado desde la invasión, es que la Presidencia de RM coincidió con una coyuntura geopolítica que resultó en una tormenta perfecta de divisas.
Mas nada.
Aquí no hubo innovación ni incrementos en productividad de otro tipo que mejoraron la remuneración del panameño. Simplemente, un pichal de plata se gastó, más que nada, ineficientemente, en sólo unos cuantos años.
El soez despilfarro, sin embargo, y la inflación que desde entonces ha vivido, más que nada, la clase media panameña, no solamente volvió a unos cuantos individuos, familias y grupos económicos fenomenalmente ricos, sino que parte del chorro logró llegar, al fin y al cabo, a las clases populares, las cuales el pasado domingo sin dudarlo votaron por su paladín / víctima de persecución – más por rabia que les haya dejado de llover plata, diría yo, que por algún tipo de nostalgia).
De cualquier manera, los feligreses de Il Duce criollo nunca han olvidado el destello de prosperidad que – por pura casualidad pero ¿a quién le importa? – resultó ser su presidencia, por más degenerada que haya sido. Irónicamente, el neoliberalismo hizo de Panamá – igual que del resto de la región y, hoy día, de hasta las democracias más consolidadas del mundo – un país donde lograr la seguridad económica es, para la gran mayoría de sus ciudadanos, un martirio tan focop que en lo único que pueden pensar es en más chen-chen, pa’l menos poder aguantar hasta la próxima quincena, o pa’ poder pagar, lo que vendría siendo, el plástico.
Ha muerto el liberalismo, ¡que viva el neoliberalismo!
Antes de definir lo que significa “neoliberalismo”, repasemos un poco la línea de tiempo. Como dije al inicio, en su biblia de la globalización publicada a finales del Siglo XX, Thomas Friedman argumentó que la liberalización económica era necesaria para promover el crecimiento y el desarrollo, y que los países que adoptasen los principios de “mercado libre” y abrieran sus economías al comercio internacional y la inversión extranjera, evidenciarían una mayor prosperidad.
Este “nuevo liberalismo”, o neoliberalismo, había pasado de la extrema derecha del consenso liberal post-Segunda Guerra Mundial – en las democracias de ambos lados del Atlántico – a tomar un papel protagónico en el debate político una vez entrada la década de 1970, especialmente en EE.UU.
Monopolizadas políticamente por el liberalismo – el cual le había legado al primer mundo (aunque con resultados diversos) el estado de bienestar, o sea, lo que hoy los europeos llaman democracia social y, los gringos, welfare state – las democracias de Norteamérica y Europa Occidental post-1945 vivieron una era de prosperidad y estabilidad política histórica; hasta el día de hoy, este periodo de más o menos 30 años se conoce como la época dorada del capitalismo.
Para ser más preciso, los ciudadanos de los países democráticos/capitalistas, después de la Segunda Guerra Mundial, veían al Estado como el garante de sus libertades más básicas: vivir libre de hambre, enfermedad e ignorancia.
Sin embargo, a pesar de la turbulencia socio-política que tanta fama adquirió durante los años ‘60, la era de los hippies, fueron procesos mucho más mundanos los que cambiaron el panorama del mundo Occidental. Específicamente, fueron tres, pero todos resultaron en lo mismo: inflación galopante.
Luego de varios años de gastos faraónicos en 1) la Guerra de Vietnam (1955-1975); 2) la “Gran Sociedad” (Great Society) del Presidente Lyndon Johnson (1963-1968), incluyendo las leyes de derechos civiles y la guerra contra la pobreza; más, eventual pero mortalmente 3) las crisis petroleras suscitadas por la Organización de Países Exportadores de Petroleo (OPEP), la peor en 1973-74, en protesta al apoyo incondicional de EE.UU. al Estado de Israel – el menta’o estado de bienestar empezó a fallar y no dar los resultados económicos esperados.
El liberalismo, entonces (y todavía) asociado con el rol del Estado en, inter alia, 1) limar las asperezas de la economía (los ciclos boom-bust) y 2) proteger a sus ciudadanos de los excesos del capitalismo, había – gracias en gran parte a la habilidad política de Franklin D. Roosevelt (alias FDR) – 1) sacado a los EE.UU. de la Gran Depresión, 2) ganado la Segunda Guerra Mundial y 3) salvado al mundo de ambas ideologías totalitarias que lo amenazaban, dígase, el fascismo nazi y el comunismo soviético.
Bautizado por FDR como el New Deal (un nuevo trato entre el Estado y sus ciudadanos), este orden político liberal posguerra fue tan exitoso y popular que, eventualmente, fue incorporado por la gran mayoría de los americanos como parte de su realidad socioeconómica – su cultura – incluso por los miembros de la oposición. Por ejemplo, presidentes republicanos, y bastante conservadores, como Dwight Eisenhower (1952-1960), Richard Nixon (1968-1973) y Gerald Ford (1974-1976), todos incrementaron el rol protector del Estado americano en la vida de sus ciudadanos.
Está mal, ¡está mal!
A finales de la década de 1970, sin embargo, los americanos estaban haciendo filas para llenar gasolina, y muchos no tenían como calentar sus hogares. El desempleo se elevaba mientras la competencia internacional incrementaba, con productos super económicos de Japón y Alemania Occidental penetrando con éxito el mercado norteamericano.
Peor aún, los precios de todo, pero especialmente del combustible, subieron tanto que los gringos perdieron casi por completo la fe en sus líderes políticos para administrar su economía. Lo que se conoció como la estanflación (stagflation, en inglés) – recesión económica + inflación de precios simultanea, algo que, según los modelos económicos liberales, ¡ni debió haber estado pasando! – había dejado a muchos norteamericanos vulnerables a los vaivenes de la economía, por primera vez desde la Gran Depresión, y no les gustó para nada.
Esta coyuntura, además, hay que situarla dentro del marco de la Guerra Fría, donde todo lo que estaba asociado con el “comunismo”, incluyendo, eventualmente, el control estatal de la economía – por más que haya sido en un rol de regulador (y, aún así, prácticamente nominal) – empezó a ser considerado blasfemia para los gringos.
Vale la pena recalcar que durante las décadas anteriores, el Estado americano había sido tanto el motor de crecimiento como el protector de la clase media, más que nada, por medio de: a) tasas de interés casi inexistentes (crédito gratis) y b) inversiones multi-billonarias, y multi-generacionales, en capital físico (por ejemplo, el sistema interestatal de autopistas y el programa espacial Apollo) como humano (i.e., el GI Bill, con el que mi abuelo, veterano de la Segunda Guerra, fue a la universidad, y la Ley de Educación para la Defensa Nacional).
Irónicamente, este orden político liberal que hasta entonces había protegido al pueblo estadounidense contra la “ley de la jungla” – también conocida como oferta y demanda – empezó a ser asociado con un Estado lento, burocrático y altamente ineficiente (y que, en los ojos de muchos, ayudaba más a las minorías y los inmigrantes que a los del patio). Una considerable porción de la población estadounidense, tanto por amnesia como por resentimiento social, se volcaron, en sólo unos cuantos años, en contra de sus propias instituciones.
Era hora, según cada vez más voces, tanto en la política como en la academia, de regresar a los principios básicos del liberalismo clásico, es decir, el liberalismo del Siglo XIX, el de Adam Smith, quien (supuestamente) había dicho que el mejor sistema para que las naciones generasen riqueza era uno que dejase a sus ciudadanos perseguir sus intereses propios, lo cual nos llevaría – empujados por la mano invisible del mercado – hacia el beneficio general de la sociedad.
Resultaba ser que, para ultra-conservadores como Ronald Reagan, los EE.UU. debía regresar al capitalismo puro de la era anterior al liberalismo del New Deal, o sea, a un capitalismo sin nada que lo regulara ni lo moderara. Esto era de un radicalismo tan fuera del mainstream económico de la época, que varios, incluyendo su eventual vicepresidente, George Bush, padre, lo llamaron economía vudú.
No obstante, en 1980, una inflación totalmente fuera de control – que eventualmente solo pudieron detener tasas de interés estratosféricas, por si piensas que hoy están altas – y una administración Carter muy poco popular (entre otros, porque nos devolvió el Canal, parte de la suerte con la que, también, hemos corrido en nuestra lucha por la soberanía), le abrieron el espacio político al ex-actor, ex-líder sindicalista y, eventual promotor pago de General Electric, para que les vendería el neoliberalismo, primero, a los Estados Unidos y, eventualmente, a todo el mundo occidental.
Junto con su contraparte Thatcheriana del otro lado del charco, la Revolución Reagan no solamente cambió por completo la economía política y, por ende, la sociedad de la esfera anglo-americana (y de gran parte de Occidente), sino que nos re-definiría culturalmente, desde nuestras normas y valores sociales, hasta conceptos tan básicos como libertad, responsabilidad y hasta ciudadanía. De esta nueva era, lo que los alemanes llaman zeitgeist – o sea, el oxígeno que como cultura respiramos – sería neoliberal.
Ahora, como todo proceso multifactorial de largo plazo, el orden político que trajo consigo la Revolución Reagan no fue un cambio de la noche a la mañana (aunque si hubo algo de esto, por supuesto, en el tema fiscal). Es más, a esta revolución no la consolidaron los insurgentes, sino aquellos que, supuestamente, eran sus contrapartes.
Paralelamente, tal y como el liberalismo del New Deal lo implementaron los demócratas pero lo consolidaron presidentes republicanos (Eisenhower y Nixon), el neoliberalismo también lo implementaron los republicanos pero lo consolidaron demócratas, como Bill Clinton y, pa’ la bajada, Barack Obama (la encarnación del neoliberalismo, si alguna existiese).
Muy similar, además, a como el liberalismo surgió como resultado de un cataclismo mundial, dígase, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, al neoliberalismo también lo convirtió en ideología hegemónica un cataclismo: el fin de la Guerra Fría. Por más que éste no haya sido tan dramático como G.I. Joe, por un lado, y el Ejercito Rojo, por el otro, encontrándose cara a cara en la capital alemana tras el suicidio de Hitler y la caída definitiva del Tercer Reich, una vez cayera el muro de Berlín en 1989, el mundo más nunca sería el mismo.
The Empire Strikes Out. The End of History?
La implosión entre 1989 y 1991 del Imperio Ruso, en ese entonces conocido como la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS), fue el evento más consecuente e inesperado de la segunda mitad del Siglo XX. Más allá de los enormes, y muchas veces brusquísimos cambios que sufrieron los millones que vivían del lado comunista de la cortina de acero, los ciudadanos del tercer mundo, incluyendo América Latina, también seríamos testigos de cambios sin precedentes.
Hablando de su libro, “The Rise and Fall of the Neoliberal Order”, Gary Gerstel dice lo siguiente, sobre un mundo donde parecía que la titánica competencia ideológica de las últimas décadas había terminado, finalmente, con un claro ganador:
[Muchos observadores de la época aseguraban] que, con la desaparición del comunismo, la última alternativa universal al capitalismo liberal había desaparecido del mundo. Esta afirmación no debe subestimarse en términos de sus implicaciones ideológicas: en ese momento, la percepción de que no había rivales serios contra el capitalismo liberal consolidó aún más la ideología neoliberal [mi énfasis], afectando profundamente el pensamiento de la izquierda [dígase, del Partido Demócrata en EE.UU., de los socialdemócratas en Europa y de varios partidos considerados populistas en nuestra región].
El fin de la URSS, aunque no marcó el fin de la historia, puso punto final a la era liberal en Occidente, dando inicio a la neoliberal en casi todo el mundo. Todavía recuerdo a mi viejo, especialmente a mediados los ‘90, cuando los casos de corrupción empezaban a llenar las portadas de los diarios nacionales (algunas cosas nunca cambian), hablarme de lo que a él, en retrospectiva, le había parecido el efecto moderador que la sombra del comunismo había tenido sobre los espíritus animales – no solo del capitalismo, sino de los políticos de la región – los cuales desatarían las “reformas” neoliberales en los años que sucedieron la disolución (voluntaria y pacífica, increíblemente) de la Unión Soviética.
Sin embargo, los eventos de esa Navidad de 1991 en Rusia, el OG evil empire, alimentaron un sentido de prepotencia en el mundo occidental [especialmente en gringolandia], reforzando la percepción de que capitalismo no solamente había ganado la competencia del mejor sistema económico, sino que cuestionarlo, en términos prácticos o morales, te hacía ver como un retrograda que todavía estaba atrapado en los conceptos anticuados de lucha de clases sociales, captura estatal y desindustrialización.
El neoliberalismo y sus desencantos
En las décadas después de la caída del comunismo, la revolución neoliberal de Reagan y Thatcher sería profundizada, irónicamente, por la supuesta “centro-izquierda”, es decir, Bill Clinton del Partido Demócrata en EE.UU. y Tony Blair del Partido Laborista en Gran Bretaña, principalmente. Así de completo fue el cambio de zeitgeist en casi todo el mundo.
Bajo su liderazgo y el de otros políticos similares, primero, en sus respectivos países y, luego, en los países post-comunistas y del tercer mundo, se implementaron reformas que promovieron la desregulación, la privatización de sectores públicos y una reducción significativa en la intervención estatal en la economía. El Estado pasó de ser el principal aliado de los ciudadanos en su lucha por progreso social, al mayor obstáculo para el crecimiento económico de un país, dos cosas – progreso social y crecimiento económico – que en la era neoliberal no era necesario si quiera distinguirlas.
En Latam, el fantasma que había asechado toda la región desde que Fidel se tomara el poder en Cuba (y por el cual tanta sangre latina se derramó), es decir, la mera posibilidad de una insurrección comunista en algún país latinoamericano, dirigida desde Moscú (o La Habana), se esfumó por completo. Prácticamente de la noche a la mañana, la región se abrió “a la penetración capitalista de una manera que no había estado abierta desde antes de la Primera Guerra Mundial”, según Gerstel.
Esta apertura, como veremos la próxima semana, incluyendo la implementación de políticas neoliberales en Panamá y a lo largo de la región, no solamente desembocó en la mayor desigualdad económica e inestabilidad política que hemos visto desde los tiempos de las dictaduras latinoamericanas, sino que llegó a cambiar, de maneras fundamentales, lo que como país valoramos, incluyendo, nuestra frágil democracia y las normas e instituciones que la sostienen.
Como vimos el pasado domingo, aunque las elecciones en Panamá todavía se desarrollan de manera libre y justa (algo que debemos celebrar), después de un cuarto de siglo desde que recibimos el Canal, y todas las otras bonanzas que llegaron por la misma suerte, a nuestra democracia, que tanto nos costó recuperar, todavía la valoramos muy por debajo del chen-chen que tenemos (o no) en el bolsillo.
Este legado del neoliberalismo, incluyendo el constante sentimiento de que nunca hay suficiente, es la razón principal por la cual – en vez de haber usado el inmenso potencial del recurso panameño para educar a mi generación y cuidar de los más vulnerables, como hacen en países como Suiza y Singapur – vamos por el mismo camino de Venezuela, una democracia que sacrificaron sus propios ciudadanos por promesas de más plata, especialmente para aquellos que nunca les caían más que unos cuantos bolívares cuando el precio del petróleo estaba por las nubes.