El Suntracs secuestró al país buen rato, pero ¿qué nos ha hecho la Capac?
o Cómo funciona la economía panameña, versión criolla, cuarta parte
Durante lo que pareció un encierro interminable, hasta que la Corte Suprema de Justicia finalmente se apiadó del país y falló en contra de la constitucionalidad del contrato minero, casi todo Panamá vivió un estado de asedio. Más allá del inmenso coraje que sentimos todos por el cinismo perverso del actual gobierno – que permitieron a unos cuantos someter al país entero – no voy a teorizar aquí sobre por qué, en el gobiernito, decidieron dejar que la anarquía reinase mientras aguardábamos con nerviosismo que el sistema judicial decidiera el futuro del país. La historia, si seguimos teniendo una como democracia, tendrá la oportunidad de juzgarlos por éste y otros gravísimos actos en contra de la seguridad y el patrimonio nacional.
Quiero, no obstante, observar que el hecho que Panamá está a la merced de una pequeñísima minoría de extremistas no es nada nuevo, ni mucho menos propio del sindicalismo. Los panameños llevamos varias generaciones viviendo bajo el control de un pequeño grupo, también, de compañías, las cuales han logrado capturar al Estado para, en resumidas cuentas, extraer valor de él – más que nada, vía miles de millones en subsidios directos y todo tipo de beneficios legales y fiscales.
A cambio, entregan al consumidor local un producto subestándar, antieconómico y sumamente dañino para el sano crecimiento de nuestro país. Como si fuera poco, le causan a la sociedad panameña enormes daños colaterales, cuyos costos son sufragados, más que nada, por los asalariados y emprendedores.
El más socialmente dañino de éstos, sin duda, es el Sindicato Único de los Trabajadores de la Construcción y Similares (Suntracs), organización para todos los efectos prácticos extralegal – al igual que una de las más poderosas y nocivas fuerzas políticas en Panamá. Sin embargo, como veremos a lo largo de las próximas ediciones, el Suntracs es sólo uno del tutiplén de impuestos escondidos que la clase media panameña debe pagar gracias a la Cámara Panameña de la Construcción (Capac).
El secuestro de la economía
Como espero haber dejado claro en ediciones pasadas, la captura del Estado por grupos de intereses privados – compañías o sindicatos – no es característica sólo de Panamá; pasa en todo el mundo y especialmente en nuestra región, donde la desigualdad económica más alta del mundo ha generado Estados débiles y fácilmente corrompibles.
En Panamá, por ejemplo, la industria de la construcción equivale en promedio el 15% del PIB, el porcentaje más alto en América Latina y, a pesar de no tener ni 5 millones de habitantes, el doble de la media regional. Esto se debe a una interacción compleja de factores tanto históricos como contemporáneos; algunos los compartimos con otros países latinos, mientras que otros son mucho más criollos.
Cabe recalcar, además, que la industria de la construcción panameña no es un monolito, y que la Capac no representa por igual los intereses de todos y cada uno de sus miembros (así pasa en muchas organizaciones, incluyendo, asumo, el Suntracs).
También hay que decir, más que nada para no pecar de prejuicio, que por muchos años – especialmente desde el golpe de Omar Torrijos (1968) hasta la crisis económica pre-invasión (1989), y luego durante los primeros años posdictadura – la construcción representó el más importante (o al menos el más “fácil”) motor de empleo y crecimiento económico que teníamos disponible, más allá de los ingresos del Canal.
Si este crecimiento fue productivo, es decir, de bienes y servicios de calidad que el país necesitaba, y/o de los cuales la gran mayoría de los panameños nos beneficiábamos considerablemente, creo que nadie puede decirlo con seguridad. Hubo varios proyectos que cambiaron vidas – aquellos que tuvieron que ver con infraestructura que el país necesitaba a gritos, especialmente en cuanto a la red vial; la autopista Panamá-Chorrera, y luego el tramo del Puente hasta Arraiján, por ejemplo, fueron game-changers.
Obviamente también hubo inmensas inversiones en otros tipos de infraestructura crítica, como hidroeléctricas, represas y distribución eléctrica, que no solamente le subieron la calidad de vida considerablemente a muchísimos panameños, sino que los volvieron, al menos en teoría, más productivos.
Al mismo tiempo, una enorme cantidad de “inversión extranjera” ha terminado en inmuebles de valor social sumamente dudoso, como los rascacielos residenciales que han monopolizado la vista al mar en la Avenida Balboa, muchos de los cuales siguen semi-vacíos hasta el día de hoy.
En otras ciudades, por ejemplo, donde hay áreas verdes; canchas, piscinas y plazas públicas; oficinas del gobierno, para facilitarle la vida a ciudadanos, turistas y emprendedores; y hasta salas públicas de música y teatro – en Panamá hay edificios de apartamentos y oficinas, casi todos sub-utilizados, y que, aun así, ningún panameño promedio puede costear.
La verdad es que, entre más viejo me pongo, los halagos históricos a la industria de la construcción como “motor de crecimiento” más me suenan a justificaciones post hoc – algo que todos hacemos – de aquellos que han generado riquezas estratosféricas, simplemente, poniendo ladrillo sobre ladrillo (y, obviamente, de las actividades complementarias, incluyendo aquellas llevadas a cabo por la “plataforma de servicios”).
Aunque la construcción es una industria clave para cualquiera economía, para entender la rentabilidad de la panameña – o sea, los ingresos que generan sus compañías con los insumos que ponen – hay que abrir la capota y examinar bien cómo funciona este “motor”.
Plata en la calle, pero ¿qué más?
Es sumamente difícil discutir contra el mayor crecimiento económico de la región por casi 20 años. Aunque mucho fue sólo en números – porque la inflación se comía más de la mitad del valor extra “generado” – la realidad que vivimos suficientes panameños durante los primeros, digamos, 25 años de nuestra “democracia” post-invasión, fue una de prosperidad y de mayor calidad de vida.
Como mínimo, esto nos permitió chifear, por buen rato, mucha de la inestabilidad económica y política que había asechado a varias de nuestras repúblicas hermanas, luego que la “ola democrática” chocara con América Latina a finales del Siglo XX (excepto en la isla de Cuba, hasta el sol de hoy una dictadura, pa’ que no creas que las desgracias no pueden durar toda la vida).
A unos les fue mejor que a otros, obvio, pero creo que suficientes panameños vieron su estándar de vida subir pa’ que, por ejemplo, una masa crítica de votantes hoy día conecte el despilfarro del quinquenio de Martinelli – peak “plata en la calle” – con su manejo de la economía. Aunque sabemos que los Presidentes en materia económica tienen menos control de lo que les acreditamos – en los buenos tiempos y en los malos también – cualquier panameño con dos dedos de frente podía darse cuenta que nos estaban cayendo divisas del cielo cual diluvio universal.
Mientras Venezuela se desintegraba – fue más que nada capital huyéndole a Chávez lo que “construyó” Costa del Este – y, además, emitíamos deuda soberana hasta por los codos para expandir el Canal, a una masa crítica de panameños, todo parece indicar, les fue bastante bien.
Pero cool, no tiene nada de malo empezar con los mangos bajitos, y muy difícil decirle a un borracho que “si sigue chupando así, mañana no va a aguantar la goma”. Si yo hubiese tenido la oportunidad, muy probablemente me hubiese tomado esa botella hasta la última gota. La goma la sufro mañana – si es que la sufro del todo, ¿quién sabe? – hoy me puedo ir a carnavalear al interior, o le puedo comprar un Cayenne a mi esposa, o a mi querida, o a las dos.
El desarrollo inmobiliario: los mangos bajitos del crecimiento económico
Ya no tanto, pero especialmente en los ‘90 y ’00, Panamá se sentía como un país super avanzado. Habiendo ido a Bogotá varias veces de pelao – mi viejo era de allá – y con Miyami como prácticamente único punto de comparación (como buen yeyo), taba “clarito” que la capital panameña era mil veces más prity que la mayoría de las ciudades de Latam.
Primero que todo, en muchas de ellas no hubo ni McDonald’s ni Kentucky hasta bien entrados los ‘90. Los edificios no eran tan altos ni las autopistas tan amplias como acá – todavía recuerdo el feelin manejando por primera vez hacia mi escuela, en un Costa del Este que apenas comenzaba a elevarse, sobre el puente marino del nuevo Corredor Sur. Fue el año de mi promoción y sentía que, literal, tanto el país como yo estábamos volando…
(años más tarde, sin embargo, sabríamos cuanto, en realidad, tendríamos que pagar como país por éste y tantos otros “megaproyectos”, los cuales le produjeron riqueza generacional a un pequeño grupo de insiders).
Además, sólo las ciudades más grandes de la región, como el DF y Buenos Aires, tenían la diversidad cultural que había en Panamá, en ese entonces con sólo la mitad de la población actual. En cuanto a experiencias culinarias, por ejemplo, comer en La Caleta, Madame Chang o 1985 te ahorraba un viaje a Italia, China y Suiza, respectivamente. Al menos, así me parecía de pelao…
Luego me fui a EE.UU. a hacer la U, y cada vez que regresaba de vacaciones había más rascacielos, más malls y más carros de lujo – nada de malo con eso, al menos no inherentemente – pero también teníamos la mejor carta de presentación para cualquier país: más extranjeros que habían venido a Panamá a vivir (pero nunca tantos, como veremos, como los que vinieron namás a parquear su plata, con nuestro Estado de biencuidao).
Aunque también había, preocupante para algunos, mucha más deuda que antes, no sólo soberana sino corporativa y personal, el país se sentía en un boom interminable, con los haters que hablaban de “burbuja inmobiliaria” ahogados por el ruido de las grúas y los camiones de cemento – los cuales no hacían más que llenar de concreto a Panamá la Verde, destruyendo no sólo barrios sino calidad de vida, mientras que el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (Mivot) se convertía en una cloaca de corrupción hasta entonces solamente olida en el Ministerio de Obras Públicas (MOP) y, obvio, en el Palacio de las Garzas.
El tipo de crecimiento importa más que “los números”
Lastimosamente, como cualquiera que sabe algo de economía te puede decir – y como ya el panameño promedio lo está sintiendo en su día a día – el tipo de crecimiento económico que nuestros gobiernos han incentivado desde la época de la dictadura, a pesar de verse de primer mundo cuando uno aterriza en Tocumen, ha existido, más que nada, en papel solamente.
Especialmente desde que arrancó la ampliación del Canal, junto con la desintegración, lenta pero segura, de la economía venezolana, las cifras oficiales que ha publicado el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) se han visto increíbles. En particular las más engañosas, por ser tan generales, como Producto Interno Bruto (PIB) y Foreign Direct Investment (FDI, o inversión extranjera directa) – son hasta el sol de hoy citadas por nuestros lideres políticos y empresariales hasta el mareo cuando están “vendiendo Panamá” (como les encanta decir).
Lo que no nos han dicho, sin embargo, es que ningún país ha podido – ni jamás podrá – llegar a desarrollarse económicamente usando la industria de la construcción como motor de crecimiento. Como vemos en la peligrosa desaceleración económica de China desde la pandemia, hay dos verdades ineludibles en cuanto a este modelo:
1. Con el tiempo, la acumulación de más capital físico deja de hacer crecer la economía (especialmente si la gran mayoría de este “capital” es vivienda de baja calidad y productividad).
2. Es posible construir tanto capital físico que empobrezcas a tu gente.
Esto pasa, en muy resumidas cuentas, porque todo capital, especialmente si no hay nadie usándolo – y manteniéndolo – empieza a depreciarse con rapidez, y más si está hecho con materiales de poca resistencia al clima de Panamá. Por ende, la inversión en capital – si es que islas artificiales estilo Dubai y casitas de monopolio pueden ser consideradas capital – genera rendimientos decrecientes (diminishing returns), lo que significa que, por cada dólar extra que inviertes en ella, recibes menos retorno.
Por ejemplo, la sobreinversión china en bienes raíces ha resultado en ciudades enteras con cero habitantes, que no sólo resaltan la utilización subóptima del limitado capital de un país, sino que además requieren continuo mantenimiento – de los dueños y/o del Estado (aunque en China es casi lo mismo) – consumiendo aún mayores recursos que podrían ser más productivamente invertidos en otras áreas, como educación.
Por más lucrativo que sea para la industria, el gremio y los dueños de la tierra donde se construye, el desarrollo inmobiliario, el cual empieza a devaluarse – y por ende a costar – tan rápidamente como un carro de agencia, representa el uso más ineficiente posible del recurso nacional (además, si no sabías, es uno de los mayores gastos del presupuesto que tanto palo le dieron al PRD por pasar en vísperas de Año Nuevo). Al paso que vamos, en Panamá, no me sorprendería que cada dólar que gastemos en construcción sea simplemente otro dólar botado a la basura.
Después de cierto tiempo, los mangos bajitos empiezan a pudrirse
Como ejemplo comparativo, tomemos el caso de Grecia luego de la crisis financiera mundial de 2008 – que, por si no la sentiste, fue porque pa’ esa época en Panamá estaban parkiando tantos bolívares, cuando todavía valían algo, que los edificios de oficinas y apartamentos de lujo crecían como hongos en la humedad tropical.
Les aconsejo ver el video completo en su canal de yutuf, Economics Explained, pero, para resumir este explainer, el autor cuenta como el desarrollo inmobiliario en Grecia después de su entrada al Euro – además de ser la raíz de la crisis de esta moneda en la década de los 2010 – representó crecimiento económico, para la mayoría de los griegos, sólo en cuanto a las cifras oficiales.
Así como en Panamá cuando nos devolvieron el Canal, incluyendo las Areas Revertidas, a principios de siglo, el sector inmobiliario griego también sufrió de una exuberancia desmedida cuando cambiaron sus dracmas por euros (y, aún más clave, las tazas de interés griegas – casi las más altas de Europa – por las alemanas – las más bajas).
Parafraseando el video:
Construir una casa aumenta significativamente la producción económica en teoría [mi énfasis], ya que una vivienda es un activo importante. También es beneficioso para el nivel de empleo, ya que construir incluso una casa básica mantiene ocupados a muchos trabajadores durante mucho tiempo, sin mencionar la producción adicional derivada de la construcción de carreteras, sistemas de plomería y conexiones eléctricas para dar servicio a estas nuevas viviendas.
El problema con el crecimiento económico logrado de esta manera es que, una vez construida, la persona que vive en esa casa probablemente no necesitará una nueva por mucho tiempo. Además, esa casa no produce nada de valor que se habría podido vender para pagar la deuda en constante aumento que Grecia [igual que Panamá] estaba adquiriendo para alimentar la burbuja económica…
Para empeorar las cosas, al igual que los magnates navieros [griegos], las personas que trabajaban en [el sector de la construcción] no estaban muy interesadas en pagar impuestos.
Como bien explica el video, la inversión extranjera puede ser beneficiosa para una economía solamente si se utiliza para desarrollar industrias que contribuyan a la creación de valor en el futuro.
Cuando finalmente explota la burbuja griega – pero antes de verse obligados a tomar trabajos que pagasen salarios normales, en vez de artificialmente inflados, pa’ que el país pudiese salir de la crisis – los sindicatos griegos, que tanto “se beneficiaron” del boom, incitaron un estallido social tan grande que parecía, por momentos, que Grecia se salía de la Unión Europea (Versión Criolla: casi se va el país entero pa’ la shit).
Hasta miedo da el parecido de la Grecia de entonces con el Panamá de hoy día, con los sindicatos griegos indispuestos a aceptar una menor calidad de vida cuando, inevitablemente, llegaron los recortes presupuestarios de la austeridad que Alemania y otros miembros de la UE le impusieron al gobierno en Atenas, a cambio de sacar al país del hueco (apunta de inmensos subsidios presupuestarios) en que el “desarrollo inmobiliario” los había metido – evitando así, milagrosamente, la desintegración, primero, de la unión monetaria y, segundo, de la unión política: el temido Grexit.
¿Relación Tóxica o Co-dependencia? ¡Cómo saber tu tipo de relación!
Lastimosamente, la relación que ya hace varias décadas existe en Panamá entre el sector de la construcción y la economía en general, tiene muy poco que ver con un mercado libre – o sea, con algún “equilibrio” entre la oferta y la demanda local de vivienda – y todo que ver con políticas públicas.
Mediante estas políticas, implementadas tanto por el Presidente como por los diputados y hasta el Órgano Judicial, la industria de la construcción ha logrado acaparar la porción más grande del pastel económico panameño, con devastadoras consecuencias para el país.
Desde el bendito interés preferencial, el cual no hace más que reproducir casitas de monopolio, y mano de obra, de pésima calidad, hasta el uso legal de la vivienda panameña como vehículo de especulación financiera, el Estado les ha garantizado a las compañías constructoras – y a aquellas que 1) las financian y 2) las representan legalmente – márgenes operativos que le aguarían los ojos de la envidia a cualquier emprendedor del patio – o de la rabia ¿quién sabe?
Ahora, si tan sólo fueran los billones en subsidios directos a esta industria, tal vez Panamá no anduviese tan mal. En varios países mucho menos corruptos se subsidian industrias “políticamente importantes” (aunque, generalmente, son las que más generan valor, no las que más lo extraen), y hasta en Escandinavia existen sindicatos militantes – pero nunca tan extremistas como el monstruo que nos ha legado la Capac.
El problema es que, mucho más allá de los costos directos que nos impone, la industria de la construcción ha ido, poco a poco, atrofiando la economía y, por ende, la sociedad panameña.
Como tan claramente recalca Felipe Chapman en “Hacia Una Nueva Visión Económica y Social en Panamá” sobre la economía panameña desde 2000, “el elevado crecimiento del PIB se produjo a pesar de la baja productividad total de factores [mi énfasis]”, el cual el autor atribuye, inter alia, “a la pobre calidad de la educación y de la formación de recursos humanos calificados”.
Panamá ha crecido económicamente – unos cuantos han hecho época – pero la cruda realidad es que los panameños seguimos siendo casi que los menos educados, menos cualificados y menos productivos de todo el continente. Como veremos, esto es una característica de nuestro modelo económico, no un error.
El que llegó tarde, se jodió: ¿Cómo fue la repartición original?
Para entender como una industria tan básica resultó siendo tan poderosa, vale la pena empezar con un poco – literal muy poco – de historia. Si hay algo que distinguió la colonización española y portuguesa de “Iberoamérica”, por un lado, de la colonización británica de lo que hoy es Canadá y Estados Unidos, por el otro, fue la propiedad de la tierra. Por muchas razones, incluyendo geo-climáticas, la tierra en Norteamérica fue apropiada (léase robada a los nativos) de manera mucho más “igualitaria” que en las colonias ibéricas.
Obvio, en el sur de Gringolandia también hubo grandes haciendas muy parecidas a las latinoamericanas. Por esta razón, más que cualquier otra, trataron de separarse los Estados Confederados de América, república esclavista que, aunque duró muy poco, en su momento vio su expansión hacia el sur, donde ya había un modelo económico muy parecido al suyo (empezando, de hecho, por Yucatán, donde el enequén era para los hacendados yucatecos lo que el algodón era para los del deep South gringo).
Sin embargo, y clavemente, tanto en Canadá como en EE. UU., el Estado incentivó la ocupación y explotación individual de terrenos, mediante políticas públicas. El “Homestead Act”, ley estadounidense de 1862, por ejemplo, ofrecía tierras “del Estado” a aquellos que estuviesen dispuestos a establecerse en ellas y cultivarlas durante un periodo de tiempo (pero porfa no le digas esto a los “precaristas” panameños que viven en tierras que no les corresponden – a pesar de haber estado viviéndolas por años, antes que nadie se inmutara en “desarrollarlas”).
Esta “repartición” más o menos equitativa de la tierra – el principal y más importante recurso en ese entonces y, para muchos, todavía – no solamente generó una economía, y por ende una sociedad relativamente más igualitaria en “Angloamérica”, sino que sentó las bases para un sistema político estable (al menos en comparación con los de América Latina, y al menos hasta principios del 2008, cuando irrumpe la crisis financiera mundial y el sistema económico del planeta, como los de acá, empieza a resquebrajarse).
En nuestra región, por el contrario, el método de colonización creó una pirámide inversa – y estrictamente jerárquica – en cuanto a quién controlaba la tierra, ya que los conquistadores eran "otorgados", por sus respectivos monarcas, el control efectivo de los vastos territorios que con sus armas subyugaran en nombre de la Corona. Como lo describe Diego Sanchez-Ancochea en “El coste de la desigualdad: Lecciones y advertencias de América Latina para el mundo”:
Cuando los españoles llegaron a América, intentaron replicar el sistema social, económico y legal que habían dejado en la Península Ibérica. Su esperanza era enriquecerse rápidamente, trabajando lo menos posible. Para lograr este objetivo, los conquistadores primero instituyeron las encomiendas, que les otorgaron la propiedad de grandes extensiones de tierra, así como el derecho a cobrar impuestos a los indígenas que vivían allí. Un grupo muy reducido de recién llegados [mi énfasis] recibió una enorme cantidad de recursos de la Corona.
Por ejemplo, solamente Hernán Cortés “controlaba” más de 100,000 indígenas. Los indígenas tenían que trabajar para el encomendero y pagar impuestos en forma de maíz, trigo, telas, pollos y muchos otros bienes para mantener los lujosos niveles de vida de los españoles.
Esto no sólo concentró la mayoría de la tierra, sino también el poder económico y político, en manos de élites locales a lo largo de toda la región. Estas élites – refiriéndome simplemente a la minoría de la población que controla la mayoría de los recursos – encontraron la manera de convertir la riqueza natural y humana de sus nacientes repúblicas, rápidamente, en vehículos de enriquecimiento personal: explotarían la tierra para la producción primaria, o sea, a) la agricultura y b) la extracción de minerales e hidrocarburos del subsuelo – para vendérsela a países “desarrollados”.
Esta dependencia en actividades económicas que requerían de muy poca inversión en tecnología y/o mano de obra calificada, ha sido el “pecado original” de las repúblicas de Iberoamérica, con la mayoría de los ingresos de los países de la región yendo, más que nada, a los bolsillos de sus respectivas élites.
Desde entonces, la “empresa privada” de la región – caracterizada mucho más por grandes grupos económicos blindados casi completamente de competencia local o extranjera, y no por verdaderos emprendedores cuyas ideas o trabajo duro (que no es lo mismo que jugar vivo) hayan creado valor real – ha tenido muy pocos incentivos para invertir, o para presionar a sus respectivos gobiernos a que inviertan, en el desarrollo de capital humano. ¿Pa’ que?, si pa’ trabajar la tierra o pa’ cavar huecos y sacar piedras del suelo no se necesita mucho más que fuerza bruta.
Por cierto, según los rankings de Pisa, la fuerza laboral panameña es bastante bruta…
La primavera del patriarca
Luego, cuando la primera ola de globalización llega a la región a finales del Siglo XIX, la voraz demanda por parte de EE. UU. y las potencias europeas de estos productos primarios, conocidos en inglés como commodities, incrementaron aún más el poder de los terratenientes latinoamericanos. Las últimas tecnologías, como el buque de vapor, el ferrocarril y las telecomunicaciones, permitieron a los grandes hacendados de la región – en cuyas minas y fincas laboraban intensamente y en condiciones infrahumanas la mayoría de los “ciudadanos” del continente – conquistar mercados internacionales y acaparar aún más la riqueza de sus países. En la mayoría de los casos, esto sucedía con el respaldo del Estado, por medio de políticas públicas.
Por ejemplo, en Argentina, la Ley de Enfiteusis de 1826 permitió a “inversionistas” quedarse con grandes terrenos del Estado para su desarrollo agrícola, a cambio de una renta fija, lo cual intensificó aún más la formación de latifundios – explotaciones agrarias de miles de hectáreas – y permitió a sólo unas cuantas familias, en relación a la población total, explotar para su propio beneficio la tierra del país.
Mientras los estancieros de la Pampa se convertían en la aristocracia de la carne y el trigo, extrayendo valor de sus fértiles suelos, millones de Argentinos e inmigrantes recién llegados de Europa vivían como sardinas en lata en las villas de Buenos Aires, trabajando largas jornadas por salarios miserables. Lo mismo pasó en Brasil y Colombia con el café y otros cultivos; en México con muchas cosas pero, célebremente, hasta su nacionalización bien entrado el Siglo XX, con el petróleo; en Centroamérica y el Caribe con el guineo, el cacao y el azúcar; en Chile con el cobre y otros minerales; y así sucesivamente en el resto de la región.
En Panamá, esta concentración de tierra y poder también se dio. Sin embargo, fuera de nuestra época de república bananera, en la que el pulpo – como le decían los lugareños a la Chiquita Fruit Company – metió sus tentáculos en Bocas del Toro, Panamá no se convirtió un exportador de commodities, como lo hicieron tantos de sus pares regionales.
Al menos, ese fue el cuento que me echaron de pelao, pero que va…
Aunque la construcción en los Siglos XIX y XX, primero del Ferrocarril Transístmico y luego del Canal Interoceánico, permitió a familias y empresarios bien posicionados beneficiarse enormemente de la venta de fincas e inmuebles, los grandes dueños de tierra panameña le inyectaron esteroides a sus bienes raíces con la promulgación de la Ley 32 de 1927, relativa a las Sociedades Anónimas.
La Ley de Sociedades Anónimas – y la “plataforma de servicios” que los principales bufetes y bancos del patio construyeron gracias a éste y otros goodies del código legal panameño – es un tema complejo que veremos con detenimiento en otra edición. Sin embargo, para los efectos de ésta, lo único que tienes que saber es que, efectivamente, esta ley propició un entorno en el que tanto la tierra como la propiedad inmobiliaria se transformaron en vehículos de inversión.
Para cualquier “inversionista”, local o extranjero, que buscara anonimato, algún retorno y/o “seguridad patrimonial” para su plata – inclusive de las debidas autoridades fiscales/legales de su propio país – Panamá tenía la inversión perfecta: ladrillo, mortero y mano de obra no cualificada. Los grandes terratenientes del patio habían encontrado su cash crop, o cultivo comercial: la vivienda panameña.
Se la venderían al mundo por medio de una ficción legal llamada Sociedad Anónima, la cual estaría debidamente constituida bajo las leyes de la República de Panamá y, por ende, sus derechos, incluyendo los de propiedad sobre cualquier inmueble (property rights), serían garantizados por más nadie que por Estado panameño – es decir, por sus contribuyentes – sin que el Estado recibiese compensación correspondiente (el problema raíz, según este servidor, de la economía panameña).
De la venta de este commodity, además, emergería una élite profesional: abogados, banqueros e ingenieros, que, aunque la mayoría vendrían de las mismas familias terratenientes, algo inevitable en un pueblo como el nuestro, también incluirían a panameños de clase baja que pudieron subir considerablemente la escalera socioeconómica, toda una hazaña en este país.
Para la gran fortuna de Capac y Suntracs, hoy dos caras de la misma moneda, todo esto llevaría al sector de la construcción a convertirse en el amo y señor de la economía panameña.
Algo más que aprender de Grecia
Como en Grecia, la mayor parte de la “inversión extranjera” en Panamá también ha terminado en edificios, muchos de ellos todavía vacíos, de apartamentos y oficinas en los barrios más deseables / céntricos de la ciudad – y algunas playas – en vez de, digamos, en industrias y/o servicios que requieran mano de obra calificada. Aunque, al menos todavía, en Panamá no vemos las “ciudades fantasmas” que hay en China – quién sabe cuántos billones echados a perder – aquí ya tenemos varios “edificios fantasmas”, y no sólo los narco-buildings que siguen vacíos por su clausura legal.
Pero – mucho cuidado – porque la “burbuja inmobiliaria” de China, por más peligrosa que sea, la inflaron, más que nada, los históricos ahorros que tanto los hogares como el Estado chinos habían acumulado a lo largo de décadas de crecimiento. Básicamente, todo ese capital, aunque haya sido echado a perder, era del pueblo chino desde un principio. Acá, sin embargo, nuestro crecimiento ha sido, tal y como dice Chapman, financiado en gran medida por deuda, creando una ilusión de prosperidad que es insostenible a largo plazo. Plata mal invertida pero que, además, se la debemos, en gran parte, a acreedores privados locales y extranjeros.
Este modelo de desarrollo, centrado en el sector inmobiliario y la construcción, ha generado un crecimiento económico que, si bien se ha visto muy impresionante en papel – y en fotos del sklyline panameño – no se ha traducido en mejoras significativas en la calidad de vida de la mayoría de los panameños, ni en una economía diversificada que pueda auto-sostenerse sin la constante inyección de capital externo o endeudamiento.
Esto, al menos, es lo que escuchábamos hace 10, 20 y hasta 30 años. La realidad es que, hoy por hoy, la importancia del sector de la construcción como “motor de crecimiento” es el mayor peso con el que carga la clase media panameña, y una de las amenazas más claras contra la movilidad social en Panamá – la cual hoy día es prácticamente inexistente.
Tenemos que hablar de Kevin
La relación entre el gobierno panameño y el sector de la construcción, tanto tóxica como codependiente, necesita ser revisada críticamente. Las políticas públicas deben orientarse, no solamente a beneficiar a un sector económico en particular, sino para promover la diversificación económica y el bienestar general a largo plazo.
Esto implica repensar subsidios, incentivos fiscales y regulaciones que han perpetuado un modelo que cada día nos hace más desiguales y, por ende, menos unidos, más sospechosos del otro y menos dispuestos a sacrificarnos por el bien común – el cual, aunque no lo creas, existe, y es algo que las sociedades más prosperas del planeta han sabido acordar en común y democráticamente.
Panamá tiene el potencial de convertirse en líder de la región por su desarrollo sostenible y relativamente equitativo, pero esto requerirá un compromiso firme con el cambio de modelo e, inclusive, con la innovación política.
Debemos mirar más allá de los mangos bajitos e invertir verdaderamente hacia un futuro en el que todos los panameños puedan disfrutar de los frutos de nuestro crecimiento económico, no solamente los que están en esta industria o aquella (especialmente si es una industria que extrae, y hasta en ocasiones destruye, tanto valor). Solo así podremos evitar los errores de otros países y construir una economía que sea resistente, diversa, y justa para las generaciones futuras.
La próxima semana seguiremos con el tema…