Acabamos de chifear una bala directo a la cabeza, y ni cuenta nos dimos
Notas sobre el estado de la democracia panameña, versión criolla, parte 1
You will never understand
How it feels to live your life
With no meaning or control
And with nowhere left to go
You are amazed that they exist
And they burn so bright
Whilst you can only wonder why
-Pulp
Hoy vamos a cambiar un poco de tema. Aunque la economía sigue jugando un papel importantísimo en la estabilidad política e institucional de Panamá, estás últimas semanas han transpirado hechos, aquí e internacionalmente, que me han puesto a pensar mucho en la democracia: en general, en el estado de la panameña y en lo que se avecina. Al menos que la recesión democrática que está viviendo el mundo entero, pero Latinoamérica en particular, sea algo que, como por arte de magia, no va a afectar a Panamá, entonces creo que vamos por un camino muy parecido al de demasiados de nuestros pares regionales.
Sin embargo, aparentemente, aquí nunca podría pasar lo que sucede en Nicaragua, Honduras, Brasil, Argentina, Perú, Colombia, México y quién sabe cuántos otros países que han sucumbido al populismo, sea de izquierda o derecha — ni mucho menos, ¿cómo se te ocurre?, lo que pasó y todavía pasa, después de 20 años, en Venezuela.
Como espero dejar claro, el estado de la democracia panameña está íntimamente relacionado con su economía. Específicamente, nuestro modelo económico — el cual ha convertido a Panamá en uno de los países más desiguales de la región más desigual del mundo — representa la mayor amenaza pa’ todos los panameños que, más que cualquier otra cosa, queremos vivir en un país donde reine la paz social, la seguridad física y jurídica y, lo más importante, el imperio de la ley, que es lo único que puede garantizar nuestras libertades básicas.
Para aquellos que nacieron después de la invasión, y por eso dan estas libertades por derecho innato, entiendo por qué, tal vez, esto suene exagerado o alarmista. Es más, incluso para aquellos que contaban con el uso de la razón durante la dictadura, la podredumbre institucional de nuestro actual Estado — que viene acumulándose gobierno tras gobierno, pero hoy, definitivamente, nos ha puesto en una encrucijada seria — no parece asustarlos en lo más mínimo, al menos no lo suficiente para pedir que, por el amor a Dios, paren el freakin carro porque vamos 300 km/h directo a un barranco, cual Thelma & Louise.
La triste realidad es que, mucho más allá de la mala memoria que tenemos los sapiens, mientras las cajas registradoras sigan haciendo su musiquita, ese kuh-CHING no sólo nos mantendrá sordos a lo que está pasando a nuestro alrededor, sino ciegos a lo que está justo enfrente a nuestras narices.
Vivir sin democracia, te lo aseguro, es una mierd@
Cuando la democracia finalmente “regresó” a Panamá en 1990, luego de la invasión gringa, yo apenas tenía ochos años, entonces no es como si hubiese vivido “en carne propia” la dictadura, ni la de Torrijos ni la de Noriega. Tengo recuerdos intensos de la época, eso sí. Un día, mientras tocaba paila desde el balcón de mi casa, vi a mi mamá, junto con otros miembros de las Cruzadas Civilistas, tirarle piedras a los doberman desde la parte alta de la loma de la Budget, en La Cresta, mientras los HPs tongos los asechaban desde la Vía España, disparando perdigones y bombas lacrimógenas. También recuerdo a mis padres, encizañados, alertarme de cuidar mucho lo que decía en voz alta — cosas como cara’epiña; o policía, pata podri’a, guarda lo’ hueso’ pa’l mediodía — por temor a que un sapo me escuchara y nos acusara con el régimen.
Sin embargo, ni mi familia ni yo fuimos arbitrariamente privados de nuestras libertades más básicas por los militares. Más allá de tener que quedarnos en casa cuando la vaina en la calle se ponía más fea de lo normal — y que mi viejo tuvo que subir a la azotea de nuestro edificio para, con la escopeta de un vecino, hacer su turno de guardia mientras que a sólo 300 metros saqueaban las tiendas de los jardines del Hotel Panamá — al menos para mí y la mayoría de mis amigos y familiares, la dictadura no significó más que cuentos cool pa’ intercambiar con los panas años después, una vez los gringos nos “deshicieran” del animal que ellos mismos nos habían impuesto, obvio, sin pensar mucho en las consecuencias, más allá de aquellas relativas a su Guerra Fría contra el “comunismo internacional”.
No obstante, me queda sumamente claro que sí hubo varios, especialmente aquellos que mostraron una valentía extraordinaria al enfrentarse directamente al crudo poder del régimen, que sufrieron atrocidades a manos de los tiranos que mandaron en Panamá por más de 20 años. Porque en una dictadura pueden detenerte sin motivo alguno y mantenerte sin libertad por el tiempo que quieran, y hacerte todo tipo de barbaridades mientras estés bajo custodia oficial, y nadie puede hacer nada al respecto, tal y como pasó aquí en Panamá.
En una dictadura pueden despojarte de todas tus pertenencias, inclusive de tu vida, si el régimen así lo considera necesario — namás pregúntale a los familiares / seguidores de Héctor Gallego o Hugo Spadafora — simplemente porque al dictador, o a alguien en su círculo cero, le cayó pesado algo que dijiste.
En una dictadura no existe la ley, porque la ley es el dictador.
Gracias, precisamente, a todos aquellos que sacrificaron su integridad física, y hasta la vida, primero frente a Torrijos y luego ante su sádico jefe de inteligencia militar, es que los panameños hemos tenido, desde entonces y hasta ahora, aunque quién sabe mañana, la dicha — y, seamos claros, la suerte — de vivir en un país relativamente libre. Gracias también a todos los mártires de la dictadura militar, hoy podemos decir, con certeza y con patriotismo: nunca jamás…
¿Pero, realmente queremos, nunca jamás, vivir sin democracia?
No lo seee, Rick. La semana pasada esquivamos lo que hubiese sido un golpe mortal a nuestro sistema político, pero, acto seguido, volvimos a hacer campaña como los mezquinos que somos, es decir, en seguida volvimos a poner partido — o, más específicamente, subsidio — antes que país.
Con la eliminación del Mussolini criollo de la contienda electoral — que sin duda habría ganado, gracias a la profunda desconfianza y falta de respeto que tantos panameños sienten por sus gobernantes y, en consecuencia, por las instituciones que estos administran, es decir, el Estado — nos libramos de la amenaza más clara e inmediata. Pero ni de lejos de la única, ni de la más insidiosa, que enfrenta nuestra joven y todavía muy inmadura demokratia.
Porque no lo dudes: Aunque RM bien puede ser un sociópata dispuesto a llevarse por encima nuestra res pública, incluyendo las instituciones que la sostienen, con tal de no ir a la cárcel, tal como Trump lo intenta en EE.UU., lo cierto es que la principal razón por la que una sola persona ha podido causarle tanto daño al país, tanto institucional como socialmente — y por la que seguirá, como una burla nacional, prófugo de nuestra “justicia” — es la inédita concentración de riqueza que hemos permitido que algunos individuos acumulen dentro de nuestro supuesto sistema democrático.
El hecho que Mussolini sea multimillonario lo pone, al menos en Panamá, por encima de cualquier ley. En un país con niveles de desigualdad tan obscenos, donde hay gente que literalmente se arrastra por el suelo para poder comer — o para poder chupar whisky de 300 palos, al final da igual — tantos panameños crecen en tal pobreza que, de adultos, lo único que aspiran es a tener plata. Así, RM tiene el poder de inclinar cualquier decisión política a su favor, incluyendo, no lo dudes, las próximas elecciones.
El fallo del caso New Business es la excepción que confirma la regla. Tal como están las cosas hoy, el loco va a ser, en la práctica, el próximo presidente de Panamá. Cuando regrese al poder, vendrá por sus oponentes — reales o imaginarios — con más sed de venganza que Keyser Söze, y el único amparo posible será el exilio. El resto de nosotros, los que aún no hemos sido daños colaterales, seguiremos como espectadores forzados de esta guerra feudal que se libra en el patio, a menos que hagamos algo al respecto.
El problema de fondo para Panamá como democracia es que tenemos apenas cuatro o cinco grupos económicos que controlan una parte tan desproporcionada de la riqueza nacional, que muy pocos Estados podrían resistirse a su influencia. El nicaragüense, definitivamente, no pudo. Entonces hoy tenemos un prófugo con recursos casi ilimitados para seguir evadiendo condenas locales y juicios internacionales, al menos por ahora, en EE.UU. y España. A Il Duce criollo sólo le hace falta paciencia para regresar al poder. Y como además no tiene nada que perder — porque si no es presidente, le espera la cárcel por el resto de sus días — el incentivo para quedarse con el poder, cueste lo que cueste, es simplemente irresistible.
Igual que con Trump (las similitudes son impactantes), basta con tener recursos financieros para — incluso en democracias mucho más viejas y consolidadas que la nuestra — evitar cualquier consecuencia por actos propios, incluyendo los cometidos contra el Estado. El abultamiento de riqueza en un país como Panamá, de hecho, te permite llegar al poder de forma perfectamente legal y hasta democrática.
Como ha pasado una y otra vez a lo largo de la historia — y como está ocurriendo hoy en muchas democracias “consolidadas” de Europa y Norteamérica — en Panamá estamos a un paso de quedar bajo el control de un autoritario que pa’ colmo también fue capo de una organización criminal internacional…mientras presidía el país.
Y si crees que estoy exagerando, recuerda que las primeras elecciones que ganó Chávez como presidente fueron en 1998, hace más de un cuarto de siglo. Como tantos venezolanos que vivieron, entre resignación e incredulidad, las consecuencias de aquella fatídica decisión popular — 56% del voto y más de 15 puntos por encima de su rival más cercano — quizás nosotros también terminemos viendo el 5 de mayo de 2024 como el principio del fin de nuestra democracia.
¡No te confíes! La democracia es tenue y cede fácilmente ante el tirano
Esto, a todas luces, demuestra que la concentración de poder económico y la democracia conviven difícilmente y, en muchos casos, son directamente incompatibles — especialmente en contextos marcados por la precariedad, donde quienes tienen acceso a muchos más recursos que el resto terminan, en la práctica, controlando el país. Al menos controlan lo que realmente importa: quién se queda con las ganancias derivadas de la explotación los recursos del Estado.
Estos recursos no se limitan a los naturales, como nuestra posición geográfica, nuestras tierras o los yacimientos minerales, sino que incluyen también los físicos —carreteras, puertos, aeropuertos — y, de forma crucial, los recursos sociales: las leyes de la República y los derechos y deberes que éstas otorgan a los ciudadanos panameños.
Hoy en día, la principal amenaza contra la democracia en nuestra región ya no viene de los militares, como ocurría hace apenas un par de generaciones. Ahora la amenaza viene de los grandes grupos económicos, muchos manejados por individuos cuya sed de poder los convierte en dictadores en potencia. Combinados con nuestro podrido sistema político, estos clanes — que han logrado extraer fortunas del Estado imposibles de resistir pa’ cualquier político o funcionario criollo — son la fuente principal de corrupción y podredumbre institucional en Panamá.
La concentración del poder económico en unas pocas manos también cierra, como Suntracs, las vías de movilidad social pa’ quienes no nacieron en los estratos más altos del tótem. Pa’ la mayoría de los panameños con ambición o “espíritu emprendedor”, la única forma realista de volverse rico es a través de la política —porque, seamos honestos, trabajando honestamente ta’ tough. A menos que seas narco o hayas nacido Mariano Rivera, no hay camino a la riqueza más certero, en Panamá, que “ser político”.
Entonces, pa’ una chica echá’ pa’lante de San Miguelito, llamémosla Sulaí, y pa’ un pela’o colonense de uno de los barrios más jodidos del país que, a pesar de todo, logró sobrevivir hasta la mayoría de edad —digámosle Falopa, de cariño— ¿cuáles son sus opciones si quieren ser, como la gente que han visto toda su vida en la tele / compu / redes, multimillonarios?
Ambos tienen diplomas y posgrados de universidades locales, pero eso, aquí en el patio, no vale pa’ casi nada. Emprender es un martirio diario, con márgenes de una gillette, especialmente cuando, salvo el Canal, la inmensa mayoría de la capacidad productiva está en manos de un puñado de grupos económicos. Y nuestros ambiciosos jóvenes se apellidan Rodríguez y Salazar, no Arias ni Fábrega — ni cualquier otro de esos apellidos genéricamente yeyos, relájate.
Por consiguiente, el emprendimiento más rentable al que tienen acceso Sulaí y Falopa — y el resto de los panameños con inteligencia y ambición pero sin capital — es el emprendimiento político. No solo por lo que permite “robar”, obvio, sino porque, una vez posicionados, se convierten en los intermediarios no sólo entre sus votantes y el Estado, sino, más importante aún, entre los grandes grupos económicos y el Estado. En ese rol, ser diputado (o ministro, representante, etc.) les permite “cobrar” por todo tipo de “servicios” a los pocos cuyos miles de millones, extraídos en gran parte del recurso nacional, les siguen generando más miles de millones.
A House Divided
Por otra parte, matemáticamente hablando, estos grupos económicos hacen que las cifras de desigualdad en Panamá se disparen por los cielos — basta con ver indicadores como el coeficiente de Gini o el índice de Palma. En otras palabras, son una fuente sistémica de inestabilidad social. Además, en una democracia, es decir, el “gobierno de todos”, cuando unas cuantas personas concentran muchísimo más poder económico que el ciudadano común, el sistema se transforma, en la práctica, en un gobierno de los ricos. O sea, lo que los griegos llamaron plutocracia.
Esta forma de gobierno no solo atenta contra el imperio de la ley, sino que también profundiza la desigualdad. Al corromper el propósito del Estado — que debería servir al bien común — y ponerlo al servicio de intereses particulares, incrementa la inestabilidad social, o sea, el cabreo generalizado. Cuando en Venezuela cesaron los diluvios generacionales de petrodólares, ese famoso “dame dos” de los ‘80 y ‘90, que hoy se siente trágicamente irónico, llegó a su abrupto fin.
Uno no tiene más que imaginar las penurias que han vivido — en carne propia— los sobrevivientes venezolanos que cruzan el Darién. En ese contexto, la famosa “Venezuela Saudita” suena hoy como la broma cruel de un dios sádico. Como ha ocurrido en otros países con grandes reservas de recursos naturales, lo que parecía maná del cielo resultó ser, en realidad, una maldición.
Y esa misma decadencia la estamos viendo en Panamá, hoy, justo frente a nuestras narices. Porque cuando el cabreo generalizado de una población supera cierta masa crítica del electorado, es ahí donde aparece el líder ambicioso — que siempre existen— y aprovecha el momento pa’ quedarse con el poder. Prometiendo redistribuir la riqueza, o vengar las injusticias (o guareber) pero terminando por gobernar para sí mismo. Como déspota. O ambas.
Tal y como lo explica el catedrático Diego Sánchez-Ancochea, este círculo vicioso ha sido endémico en nuestra región desde inicios de sus repúblicas independientes. Una democracia sumamente limitada, que no responde a los intereses de la mayoría, termina por engendrar reacciones radicales, encabezadas por políticos carismáticos que buscan conectar directamente con “el pueblo” — siempre en oposición a otro(s) grupo(s), en el caso de Panamá, los rabi — y con prácticamente cero respeto por las instituciones, leyes y normas que salvaguardan la democracia y protegen nuestras libertades.
En la mayoría de los casos, estos “experimentos populistas” terminan dejando a sus países divididos en contra de sí mismos — algunas veces, como en Argentina, de forma prácticamente irreconciliable. Citando el libro de Sánchez-Ancochea, “Los Costos de la Desigualdad en América Latina: Advertencias para el resto del mundo”:
Aunque los experimentos populistas variaron en cuanto a líderes (más o menos carismáticos) y propuestas políticas (más o menos radicales), su surgimiento en América Latina [con el inicio de la Gran Depresión en EE.UU.] fue, en todos los casos, una respuesta a los límites de la democracia controlada por las élites [mi énfasis]. Los líderes populistas destacaron las dificultades de la clase trabajadora, mientras denunciaron el poder de las élites económicas.
[Por ejemplo, el surgimiento y popularidad de Perón en Argentina Getulio Vargas en Brasil y, diría yo, Torrijos en Panamá], respondieron principalmente a las fallas de gobiernos anteriores a la hora de hacer frente a la injusticia política y económica [mi énfasis].
A medida que las ciudades se expandieron y el sector rural se modernizó, la clase trabajadora urbana aspiraba a una mejor vida, y a una mayor participación en la sociedad. El populismo se convirtió en una respuesta natural a la lucha desigual entre el movimiento obrero, insatisfecho pero débil, y una élite económica poderosa e indiferente […].
Muchos líderes y movimientos populistas veían con escepticismo las instituciones políticas [dígase, democráticas], considerándolas instrumentos en poder de la élite. Aunque ésta no era una suposición irracional, su respuesta no siempre fue útil. A menudo promovieron nuevas constituciones que concentraban demasiado poder en manos del ejecutivo, y crearon, desde cero, un sinfín de instituciones nuevas.
En particular, su desprecio común por la democracia formal fue problemático. Sin libertad de prensa, era difícil garantizar la rendición de cuentas y promover un debate adecuado sobre las políticas. Como resultado, la corrupción se convirtió en un riesgo importante y el diseño de políticas no siempre fue efectivo.
[En Panamá, la dictadura nos dejó, además de una de las deudas externas per capita más grandes del mundo, las leyes que, hoy por hoy, tienen a la gran mayoría de los panameños atrapados en la pobreza por su falta de productividad]
Mientras tanto, fortalecer los movimientos sociales […] independientes [como las Cruzadas Civilistas, los sindicatos privados, y las organizaciones no gubernamentales, es decir, la sociedad civil] resultó difícil en el contexto de continuos ataques contra la libertad de asociación.
Tarde o temprano, la oposición [al populismo] utilizó el desprecio por la democracia formal y por los derechos individuales, como excusa para apoyar golpes militares, creando un círculo político vicioso.
Los ejemplos de este círculo vicioso llenan de sangre la historia latinoamericana de la segunda mitad del Siglo XX:
la dictadura de Pinochet en Chile, luego del golpe contra el socialista Salvador Allende;
la dictadura argentina, una reacción directa al populismo peronista;
en México, el ex-militar Lázaro Cárdenas, además de nacionalizar el petróleo en 1938, dio inicio la dictablanda del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que duró hasta el 2000;
en Brasil fueron varios los dictadores, pero todos milicos “anticomunistas”;
en Paraguay fue Stroessner, también “General”;
conocido como el Bogotazo, el asesinato del populista colombiano Jorge Eliécer Gaitán dio inicio a las décadas de la violencia, incluyendo aquella infligida por las narco-terroristas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC);
en Centroamérica, las reacciones contra los movimientos de liberación nacional, financiadas en gran parte por EE.UU. como contrapeso a la supuesta “influencia” de Fidel Castro, terminaron en algunas de las guerras civiles más barbáricas que se vieron en el Siglo XX.
Lo que coloquialmente llamamos populismo no es más que la democracia llevada al extremo — y es, en cierto modo, la contracara de la plutocracia, o sea, el gobierno de los ricos. Como bien advirtió Aristóteles (el man sabía, qué te puedo decir), ambos caminos terminan en tiranía.
Por su parte, los populistas convierten las leyes en farsa y alimentan la demagogia, llevando a su país, casi que inevitablemente, al desorden y la anarquía. Las consecuencias están a la vista, desde las selvas del Darién hasta la frontera entre México y EE.UU. Si no estás muy familiarizado, por ejemplo, con lo que pasó en Panamá después del 11 de octubre de 1968 — y desde ya te aviso que no es fácil, por la escasez de relatos fidedignos (y ni hablar de cifras económicas) sobre aquellas décadas — entonces, sinceramente, te recomiendo que investigues.
Los que ignoran la historia…¡y los que la conocen bien, también!
Es una verdadera lástima que en Panamá todavía no hayamos hecho la debida contabilidad de los estragos que causó la dictadura, ni de cuáles fueron sus raíces —por más “light” que haya sido en comparación con otras, mucho más crueles y sanguinarias, del continente. La ignorancia de nuestra propia historia es una de las principales razones por las que seguimos cayendo, como si estuviésemos condenados a repetirla, en las mismas trampas de siempre (como la de la baja cualificación, por ejemplo), que terminan siendo suelo fértil para el populismo.
Cuando la (im)productividad conlleva a la inestabilidad política y el atrofio social
Como hablábamos la semana pasada, el uso de la vivienda panameña como activo financiero, más la metástasis del interés preferencial (de ayuda social a socialismo corporativo), han hecho del “desarrollo inmobiliario” y sus actividades conexas — todo tipo de trámites oficiales, legales, y financieros — el sector con mayor peso en la economía panameña.
Aunque no todos los líderes populistas intentan convertirse, eventualmente, en dictadores, yo sí que no estoy dispuesto a apostar el único sistema de gobierno que la gran mayoría de los panameños han conocido — ni tampoco la única economía de mercado, por más secuestrada que esté hoy día por inmensos grupos económicos — paveee si nuestro populista resulta ser la excepción a la regla, y voluntariamente suelte el poder cuando constitucionalmente le toque hacerlo.
Porque si eso ni siquiera pasó en Estados Unidos después de su última elección presidencial, qué te hace pensar que en Panamá seremos mejores ciudadanos, en vez de seguir actuando como los partidistas tribales y muertos-de-hambre en los que, cada cinco años, ¿nos convertimos con tal de que “el nuestro” gane?
Ya hablaremos de la crisis del capitalismo democrático, pero en términos generales: para que un sistema democrático tenga legitimidad ante los ojos de su gente — algo que no es binario, sino que sube y baja como el mercurio en un termómetro — el mismo debe traer beneficios. Reales. Tangibles. Compartidos. O, como vendieron los predicadores de las “reformas neoliberales” por todo el mundo una vez el comunismo dejó de ser amenaza: “la democracia debe pagar dividendos”.
La democracia, de por sí una flor celosa que crece muyyy lentamente, y que a veces ni aunque la trates bien florece, es jodida. Pero si encima de eso deja de pagar los dividendos prometidos — los necesarios pa’ que la gente siga creyendo en sus compatriotas y tenga fe que, aunque esta vez no ganaron, el juego es justo y las reglas aplican igual pa’ to’o el mundo — entonces, sí, nadie va a confiar en nadie. Cuando eso pasa, la gente no sólo deja de votar por los partidos tradicionales, sino empieza a buscar respuestas “alternativas”.
Estas respuestas van desde el fracaso político hasta la auto-destrucción nacional — tal y como les pasó a mis amigos sifrinos, por ejemplo, cuando una masa crítica de sus compatriotas decidieron no solamente llevarse el balón a la fuerza, sino reventarlo y prender en fuego toda la cancha, y ¡ahora no juega nadie, mamawebo!
Estas respuestas también han incluido la “Revolución”: “Democrática” como la del golpe militar del ‘68; “Institucional” como la mexicana; Peronista, Cubana o Bolivariana, tú escoges el veneno. Al igual que la “Mano Dura”, como la que impuso Álvaro Uribe en Colombia — país que, de todas formas (o tal vez a causa de) terminó en el hueco populista — y ahora vemos algo muy parecido en El Salvador con Bupelele.
O tal vez un Nuevo Panamá, como decía nuestro ambivalente General, o el Estado Novo brasileiro, sólo dos de los cientos de gobiernos de renovación nacional que han, al final de cuentas, no tanto empoderado al pueblo o eliminado a las élites, más de lo que han suplantado unos grupitos por otros, o creado grupitos paralelos. Por ejemplo, hoy tenemos la bolivarquía chavista en Venezuela, la ortegocracia nicaragüense y, en Rusia, los oligarcas de Putin — aunque ya están casi todos en Londongrad.
En el patio, donde no somos la excepción, hay torrijistas multimillonarios que juegan golf en su Country privado, aparentemente, sin sentir la profunda ironía de la situación — a menos que vayan a convertir su Back 9 en el Parque Omar de Juan Díaz (100,636 hab.) y todavía no lo han anunciado.
En un menor plano, además, el populismo nos ha legado los sindicatos obreros en Mexico, Argentina y Panamá, por ejemplo. Hoy por hoy, estas agrupaciones también son grupos de interés con influencia tóxica y anti-democrática, en el sentido más amplio de la palabra, sobre sus respectivos Estados.
“Lo más terrible se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida”
Como hemos visto, estas “revoluciones”, además de causar más daños de los que pregonan corregir, la mayoría de las veces terminan empeorando la vida de justamente aquellos por quienes supuestamente pelean: “el pueblo”. Y lo más trágico es que esto suele pasar después de que ese mismo pueblo haya votado para empoderar a su propio verdugo —tal y como ha ocurrido en la gran mayoría de las democracias que han sucumbido al populismo.
La lista es larga y, francamente, deprimente: desde la República de Weimar, que Hitler llegó a controlar por la vía democrática — antes de pasar a destruir buena parte del continente europeo y, de paso, casi todo lo valioso que la cultura occidental había producido hasta ese entonces — hasta nuestra hermana República Bolivariana de Venezuela, cuyo Estado fallido ha provocado la mayor migración forzada de seres humanos que ha visto la región en generaciones. Un éxodo que, por cierto, al principio benefició enormemente a Panamá, pero que hoy ya amenaza con desestabilizar el país en forma de una crisis migratoria.
En todos los casos, el líder populista llegó al poder por la vía electoral. Además, contó con la complicidad de un grupo clave de insiders y políticos tradicionales. Gente que, en teoría, debía ser el último dique institucional. Pero al final, por temor, por ambición, o por ambas, se arrodillaron y le besaron el anillo. El ejemplo perfecto, de hecho, son todos esos “Republicanos clásicos” que Donald Trump humilló públicamente pero que hoy hasta sirven en su gobierno.
La desigualdad económica, y los resentimientos que inevitablemente genera, también les ha fertilizado la tierra a estos populistas, quienes han sabido aprovecharla con espeluznante eficacia, hasta convertir ese malestar difuso en apoyo popular y, luego, en una feroz polarización. El resultado han sido sociedades fracturadas, instituciones debilitadas y un poder concentrado en manos de un solo hombre.
En Estados Unidos, el populista que hoy amenaza su democracia le puso nombre a los efectos acumulados de la desigualdad: American Carnage. Un término que resume una combinación devastadora de:
Dislocación socioeconómica, causada por la globalización y la subsiguiente desindustrialización de decenas de ciudades y pueblos en el noreste y el Midwest estadounidense. Lugares donde, viendo el abandono, uno pensaría que la Unión Soviética ganó la Guerra Fría, por el nivel de destrucción que sufrió la capacidad industrial de EE.UU.
La merma sostenida de la seguridad social, no solo en términos de la inminente insolvencia del Social Security Fund, sino por las inversiones billonarias que el Estado americano dejó de hacer — paulatinamente, pero casi por completo — en educación, salud e infraestructura. Especialmente desde que la crisis petro-inflacionaria de los años 70 le abrió la puerta al radicalismo de Milton Friedman y su avatar político: el actor y exlíder sindical, pa’ que tú sepa’, Ronald Reagan.
los males sociales que derivan de esa dislocación, sin un sistema de seguridad que proteja a los más afectados: trabajadores y pymes. El ejemplo más cruel es la crisis de opioides — entre cientos de otros estupefacientes que el gringo se mete pa’ numb the pain) — pero la lista es mucho más larga: crimen violento, pandillerismo, desmoronamiento familiar y comunitario, incluyendo el alarmante número de niños criados en hogares con un solo padre (casi siempre la mamá), ansiedad, depresión, suicidio y así nos vamos.
En Panamá, tal vez no hemos vivido esa misma carnicería social, pero no hay que ir muy lejos para ver barrios que parecen Bagdad — aunque, siendo honestos, hoy la analogía más certera serían los pueblos del este de Ucrania, devastados por la invasión rusa — otro país liderado por un dictador que también llegó al poder democráticamente.
Pa’ que tú sepa’: después de años de saqueo puro y duro durante la caótica administración poscomunista de Boris Yeltsin — primer presidente de la Federación Rusa, sucesora oficial de la Unión Soviética — el país fue literalmente rematado a pedazos. Las principales fortunas fueron amasadas por insiders conectados al nuevo régimen, quienes luego serían conocidos como oligarcas. Y fue precisamente en ese contexto que apareció un ex-espía de la KGB, Vladimir Putin, quien — con la bendición del propio Yeltsin, que lo nombra primer ministro durante su segundo mandato — corre como candidato “anti-corrupción”, “anti-élite” y, eventualmente, anti-democracia. En ese orden.
El resentimiento social es la gasolina que alimenta al populismo
Muchas veces, en estos mares de miseria y descomposición social que conllevan al populismo, existen islas de riquezas que aceleran el proceso. En Panamá, hemos normalizado este fenómeno con una facilidad terrorífica en los últimos años. Pero estas vainas, la gente que las vive las acumula y, eventualmente, llegará un político a prometerles, más que nada, dignidad — o por lo menos no tener que sufrir las indignidades diarias porque en Panamá, a todas vistas un país próspero, sólo alcanza pa’ que unos cuantos vivan bien, y qué wicha están haciendo todas estas mamás manejando pikop Porsche, ¡si ni siquiera trabajan!
Pa’l resto de los congos, lo que hay es:
tranques
retenes
inflación
malos servicios (y cero producción local)
precios de lujo
salud pública de tercer mundo
educación de las peores de la Latam
…y así nos vamos.
La principal amenaza para la democracia panameña, entonces, no es Mussolini, la persona, ni alguien con sus déficits socio-emocionales o resentimientos megalómanos. Más bien, si llegamos a perder la democracia que algunos valientes panameños lucharon por recuperar — pero que hoy día menospreciamos como niños malcriados por la excesiva obsequiosidad de nuestros padres — será por la grosera desigualdad que como país hemos logrado alcanzar, en gran parte, gracias a nuestro modelo económico (taaan lucrativo para algunos grupos), y a las subsiguientes divisiones sociales que esta desigualdad ha engendrado, algo que espero te haya quedado claro si el año pasado hubo días que literal no pudiste moverte libremente ni por tu propio barrio.
Específicamente, la concentración de poder económico — tan fácilmente convertido a poder político, particularmente en países donde la mayoría tiene muy poco y una minoría controla demasiado, o casi todo, de lo que genera valor — ha engendrado un ambiente nocivo pa’ que la democracia pueda prosperar.
Por tanto bulchit que se tiene que tragar a diario el panameño común — especialmente el que trabaja, o se dirige a trabajar, mañana, tarde y noche — y gracias a las migajas que recibe a cambio de sus esfuerzos, llega a la conclusión que:
Me voy con el Harry Potter que, al menos así lo recuerdo, tenía al país volando cuando era Presidente, y que wicha me importa si robó, ¿esa plata no era de Odebrecht, pue’? igual yo taba facturando duro con el loco, y ahora toy endeuda’o con hipoteca, letra’e carro y préstamo’ personale’. ¡Mussolini Presidente, pa’ la pingüin!
Y si esto no te preocupa, ten en cuenta que no solamente “el pueblo” está con RM, o al menos la parte que no está emplanillada por el actual gobierno, pero también hay muchísima gente de clase media, es decir, asalariados y emprendedores que trabajan a diario, que lo apoyan full.
En lo que va de este año, he conversado con tres choferes de Uber que votarán por Il Duce panameño, y todos, más o menos, me dijeron lo mismo: “el loco es el único que se le para fuerte a los ricos que controlan el país”. Igual que aquellos que votaran por Trump las próximas elecciones gringas, demasiados panameños ven al tirano de su lado, una víctima de las élites por su amor al pueblo o, más compresiblemente, un desgraciado más con poder que, por lo menos, comparte lo que robó (“pero hizo”).
De ser esta muestra no representativa un augurio de lo que viene, estamos en serios problemas: si la clase media ampliamente definida, la cual cada día se siente más precaria, pierde la fe en las instituciones del Estado que garantizan la democracia (y todos los otros derechos en que, hoy día, los panameños ni pensamos dos veces) la gente buscará seguridad, especialmente económica, la que más hace falta en Panamá.
La tiranía, entonces, tendrá suelo fértil donde crecer, ya sea la tiranía relativamente light de una plutocracia, como la que hoy día tenemos aquí, o la que generalmente le sigue: la tiranía absoluta del populismo, que hemos visto en tantos de nuestro vecinos. Nuevamente, si piensas que esto no puede pasar aquí, tú solito te tas engañando.