Neoliberalismo: desde la Revolución Reagan hasta el Consenso de Washington (1 de 2)
Notas sobre el estado de la democracia panameña (¿qepd?), versión criolla, parte 4
...but the insidious thing about these forms of worship is not that they’re evil or sinful, it’s that they’re unconscious. They are default settings. They’re the kind of worship you just gradually slip into, day after day, getting more and more selective about what you see and how you measure value, without ever being fully aware that that’s what you’re doing. David Foster Wallace (This Is Water)
Siguiendo con el tema de la la última edición, quedamos en que, luego de las caídas del Muro de Berlín y, pocos años después, la Unión Soviética y el resto mundo comunista (con la notable excepción de Cuba, pa’ que no vayas a creer que no hay mal que dure pa’ siempre), el victorioso neoliberalismo de Ronald Reagan y Margaret Thatcher no sólo había sido cómplice de la inédita (y, para la época, inimaginable) implosión de un imperio milenario – por no decir “dictadura totalitaria con bombas nucleares responsable por la muerte de millones de sus propios ciudadanos” – sino que, en Occidente, la Revolución Reagan había logrado liberar a la empresa privada de las “cadenas” del Estado.
En vez de tomar desiciones, idealmente de manera democrática, como ciudadanos, en la era neoliberal las sociedades humanas serían guiadas por las preferencias de los consumidores, quienes, según los modelos económicos prevalentes, son perfectamente racionales, saben exactamente lo que les conviene y maximizan sus utilidades con cada transacción ya que siempre tienen información completa y perfecta #obvy.
El recién liberado espíritu emprendedor del individuo, así decían “los expertos”, generaría una riqueza tal, que la pobreza, tal vez dentro de nuestras vidas, podría ser erradicada. Para los que habíamos sido testigos del milagro chino, y hasta el de los tigres del sudeste asiático, honestamente, esto no nos parecía tan descabellado.
Sin embargo, como lo resume el Nobel de economía Joseph Stiglitz en una presentación de su nuevo libro: “El neoliberalismo argumentaba que ‘liberar’ la economía, eliminar las regulaciones y reducir el Estado conduciría a un alto crecimiento y beneficios compartidos [mi énfasis]. Esto no ha funcionado. Ha dado lugar al populismo y al autoritarismo, lo que nos encamina hacia una forma de fascismo del siglo XXI.”
En un editorial reciente para Project Syndicate, Stiglitz observa que una de las razones del fracaso neoliberal, especialmente en cuanto a la promesa de fortalecer la democracia, fue que:
Los defensores del neoliberalismo nunca parecieron reconocer que ampliar la libertad de las corporaciones restringe la libertad del resto de la sociedad. La libertad de contaminar significa salud quebranta (o incluso la muerte, para quienes padecen asma), un clima más extremo y tierras inhabitables. Por supuesto, siempre hay concesiones [o trade-offs, unas cosas por otras], pero cualquier sociedad razonable concluiría que el derecho a vivir es más importante que el derecho ilegítimo de contaminar.
No obstante, si bien es cierto que el orden neoliberal está por terminar, todavía no tenemos npi que lo va a suplantar. Tampoco sabemos bien cómo se llevará a cabo este proceso, por más que guerras actuales, tanto armadas como comerciales, indiquen que será uno bastante turbulento.
Además, el neoliberalismo todavía sigue siendo parte integral de nuestro diario vivir. Es, literalmente, el medio cultural en el que se desarrollan nuestras vidas, incluyendo las normas y valores sobre las cuales se basan la mayoría de nuestras decisiones y comportamiento. Por ende, es importante entender 1) exactamente qué es, 2) como se implementó, tanto en la región como en Panamá, y 3) cuales fueron las consecuencias de esta implementación.
La belle epoque del capitalismo
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta bien entrados los años ‘70, el liberalismo engendró un crecimiento económico y progreso social sin precedentes – al menos en cuanto a la bonanza material a la cual la mayoría de los norteamericanos (y muchos en Europa Occidental) se llegaron a acostumbrar. Esto lo logró, como dice el autor de “La Psicología del Dinero”, Morgan Housel, “haciendo a los pobres menos pobres”.
En una entrega de su excelentísimo blog titulada “Cómo Pasó Todo Esto (How All This Happened)”, el escritor e inversionista describe los cambios socioeconómicos en EE.UU. desde la década de los ’50:
Los salarios promedio se duplicaron entre 1940 y 1948, y luego se duplicaron nuevamente en 1963, y esos logros se centraron en aquellos que habían anteriormente quedado atrás por décadas. La brecha entre ricos y pobres se redujo enormemente […] y ésta no fue una tendencia cortoplacista.
El ingreso real del 20% más bajo de los asalariados [o sea, contando lo que le “restaba” la inflación] creció en una cantidad casi idéntica a la del 5% más alto, entre 1950 y 1980 […]; y la igualdad iba más allá de los salarios. Las mujeres ocuparon trabajos fuera del hogar en cifras récord. Su tasa de participación en la fuerza laboral pasó del 31% después de la guerra al 37% en 1955 y al 40% en 1965. Los derechos de las mujeres y las minorías todavía eran una fracción de lo que son hoy, pero el progreso hacia la igualdad a finales de los años 40 y 50 fue extraordinario.
Muchos economistas llaman a este proceso la Gran Compresión, el resultado de décadas de reducción de la desigualdad económica en Estados Unidos y en otros países “desarrollados”. Esta época de relativa prosperidad compartida y, por ende, estabilidad política, tuvo un efecto tan profundo, en comparación con lo que había venido antes de la Segunda Guerra Mundial – es decir, los años locos de los ‘20 que llegaron a su fin con la Gran Depresión de 1929 – que hasta suscitó un cambio socio-cultural en la población de EE.UU. después de la guerra:
La nivelación de clases significó una nivelación de estilos de vida. La gente normal conducía Chevys, los ricos conducían Cadillacs. La televisión y la radio igualaron el entretenimiento y la cultura que la gente disfrutaba, independientemente de su clase social. Los catálogos de pedidos por correo igualaban la ropa que usaba la gente y los bienes que compraban, independientemente de dónde vivieran. La revista Harper señaló en 1957:
“El rico fuma el mismo tipo de cigarrillos que el pobre, se afeita con el mismo tipo de navaja, utiliza el mismo tipo de teléfono, aspiradora, radio y televisor, tiene el mismo tipo de equipo de iluminación y calefacción en su casa, y así sucesivamente. Las diferencias entre su automóvil y el del pobre son menores, básicamente, tienen motores y accesorios similares. En los primeros años [de los 1900’s, por el contrario] existía una jerarquía de automóviles.”
De una manera muy similar, el neoliberalismo tendría un efecto profundísimo en la cultura mundial. En el caso de Latinoamérica, la región se abrió al irresistible poder de las grandes concentraciones de capital, tanto local como extranjero, con sus respectivos Estados sumamente débiles y, aún después de casi un siglo de vida republicana, subdesarrollados. Inclusive varias de nuestras hermanas repúblicas, literal, todavía estaban enterrando a los muertos de sus dictaduras y guerras civiles, las cuales duraron hasta bien entrados los ‘80, cuando “liberalizaron” sus economías.
Lastimosamente, en el patio no fuimos la excepción a esta regla, a pesar que nos encanta pensar que somos especiales, particularmente en relación al resto de la región. Hasta el sol de hoy, el capital privado en Panamá opera frecuentemente de manera extralegal, tal y como lo hizo la mina de cobre cada día de su existencia. La triste realidad es que, desde el regreso de la democracia en 1990, los cambios que ha evidenciado tanto nuestra economía como nuestra sociedad han sido drásticos – por más que se han llevado a cabo a lo largo de varias décadas, parte de procesos históricos dinámicos y bastante complejos.
En Panamá, las profundas desigualdades socioeconómicas engendradas por las políticas neoliberales implementadas a finales del Siglo XX y principios del XXI, no solamente amenazan la misma democracia que tanto nos costó (y nos “ayudaron” a) recuperar, sino que hoy día nos tiene en las garras del mismo populismo autoritario que destruyó Venezuela, y que tanto daño le ha hecho a casi todos los países de la región.
¿Por qué pensamos que algo muy parecido no nos puede pasar a nosotros?
Rompamos el hielo
La palabra neoliberalismo engendra tanto controversia como confusión. Si la buscas en la web, encontraras mil definiciones. Los primeros párrafos de su página de Wikipedia, por ejemplo, dicen lo siguiente:
El neoliberalismo es una teoría política y económica que tiende a reducir al mínimo la intervención del Estado. También ha sido definido como una forma de liberalismo que apoya la libertad económica (mi énfasis) y el libre mercado, cuyos pilares básicos incluyen la privatización y la desregulación [es decir, la eliminación de cualquier tipo de regla que pueda incrementar los costos operativos de las empresas].
En su sentido más usual, se refiere a una serie de teorías y propuestas económicas que comenzaron a tomar auge en la década de 1970, cuestionando al keynesianismo dominante hasta entonces [o sea, cuestionando las teorías y propuestas económicas en las que se basaba el liberalismo], para volverse, en los años siguientes, predominantes en el mundo occidental.
Para mi, sin embargo, la mejor definición para realmente entender la omnipresencia del neoliberalismo como ideología, es la siguiente:
[El] neoliberalismo es […] un conjunto de heurísticas sociales [técnicas culturales, por así decirlo] que dan por hecho que:
1) los mercados son, en general, la institución más capaz de organizar los asuntos humanos [incluyendo el mejor uso de los recursos de un país];
2) por lo tanto, salvo razones de peso que indiquen lo contrario, el uso de los mercados, o de instituciones similares, debe maximizarse, “completarse”, expandirse, incluso a dominios hasta ahora intencionalmente aislados de ellos (mi énfasis); y
3) otras instituciones, incluyendo el Estado [y la sociedad civil], deberían asumir un rol de apoyo, incluso subordinado: llenar vacíos, por ejemplo, seguridad nacional, y abordar las “fallas” de los mercados, que se presumen más raras que generalizadas, y sólo cuando se ha alcanzado un umbral muy alto.
Cualquier otra intervención es una “distorsión” que debe evitarse a toda costa.
Esta definición me gusta porque pone en palabras claras lo que son creencias tan arraigadas que ni por un minuto paramos a cuestionarlas: que los mercados son la mejor manera de “organizar los asuntos humanos”, es algo tan obvio que se siente hasta raro pensar en alguna alternativa.
¿Quién más es capaz de organizar los asuntos de los panameños? ¿el Gobiernito? ¿La Iglesia? ¿O lo hacemos por número de cédula? Pa’ los pares hay bono, y pa’ los impares, jamón navideño.
Sin embargo, especialmente cuando lo comparamos con el liberalismo que lo precedió, nos damos cuenta que, en nuestra historia reciente, los mercados no solamente se regularon considerablemente, sino que su uso se limitaba, y hasta se prohibía, particularmente en cuanto a “asuntos humanos” tan importantes como salud, educación, seguridad social, y transporte.
El neoliberalismo como el espíritu de la época
Las primeras elecciones gringas que recuerdo fueron las de 1992, entre el Presidente de la época, el Republicano George Bush, padre – quién ordenase al ejército más poderoso de la historia de la humanidad a invadir a Panamá – y el Demócrata Bill Clinton, quien ganaría, en gran parte, gracias a la campaña insurgente del multimillonario Ross Perot, la cual se llevaría suficientes votos republicanos para darle la Presidencia a los demócratas por primera vez en 12 años.
Hasta entonces, un republicano había ocupado la Casa Blanca 20 de los últimos 24 años, y Clinton honestamente parecía un cambio real, no sólo de la hegemonía republicana, sino de una década y media de la economía vudú de Ronald Reagan.
Conocida también como Reaganomics, la idea era que (entre otras prenditas) las reducciones de impuestos, especialmente para las corporaciones, estimularían el crecimiento económico. Al reducir los gastos de las corporaciones – así iba el cuento, conocido en inglés como trickle-down economics – estos “ahorros” caerían a cuenta-gota hacia el resto de la pirámide económica, estimulando el crecimiento general.
Sin embargo, en una muestra de lo completo que había sido el cambio de zeitgeist desde la caída del comunismo internacional, Bill Clinton y los demócratas de los años ‘90 fueron (en una de las ironías más grandes de la historia reciente) los que legislaron las políticas públicas en EE.UU. que terminarían de sepultar al liberalismo – asociado con el Partido Demócrata desde Franklin D. Roosevelt (1932) hasta Jimmy Carter (1980) – consolidando así el dogma neoliberal que desde entonces ha regido nuestras vidas.
Por ejemplo, declarando que la era del Gran Gobierno había terminado, Clinton firmó la llamada “Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo de 1996”, la cual degolló gran parte del estado de bienestar (welfare state) de EE.UU., limitando los programas de ayuda económica e incrementando severamente los requisitos para recibirlos. Su firma representó el rompimiento más tajante con la política pública liberal, eventualmente dejando a miles de gringos sin nada en qué caerse muertos (aunque muchos lo hicieron, de todas maneras, cuando dejaron de recibir ayuda).
Además, los demócratas derogaron la Ley Glass-Steagall en 1999, permitiendo por primera vez desde la Gran Depresión la combinación de bancos comerciales con bancos de inversión, una medida que contribuyó directamente a la crisis financiera de 2008. Conocida popularmente como “La Ley Citigroup”, la legislación bipartidista permitió la fusión de Citicorp y Travelers Group, para crear uno de los mayores conglomerados financieros del planeta.
La ley, que obviamente no se limitó a Citigroup, dio cabida a la creación de mega bancos “demasiado grandes para quebrar” – too big too fail – los cuales no sólo casi quiebran, ellos mismos, a la economía mundial en 2008-9, sino que, efectivamente, tuvieron que ser subsidiados masivamente por el Estado gringo para evitar su insolvencia y, por ahí mismo, el colapso total del sistema financiero internacional (y de las economías nacionales que de él dependen).
En cuanto a la globalización del comercio internacional, uno de los pilares neoliberales, Clinton firmó acuerdos como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés, el cual fue negociado por su predecesor, el republicano George Bush, padre), los cuales resultaron en la pérdida de cientos de miles de empleos manufactureros en EE.UU.
Como si fuera poco, el líder de los “Nuevos Demócratas” (New Democrats) impulsó incansablemente la ascensión de la República Popular China a la Organización Mundial del Comercio (WTO, por sus siglas en inglés), inyectándole esteroides al proceso de desindustrialización que hacía un par décadas ya había comenzado en ciertas regiones norteamericanas.
Creo que es imposible, especialmente en retrospectiva, exagerar el efecto de esta monumental decisión. Conocido como el China Shock, el proceso desencadenado por la incorporación china en la economía mundial llevo a la desaparición completa, no sólo de millones de empleos industriales (y relativamente bien remunerados) en EE.UU., sino también de una enorme cantidad de capacidad industrial norteamericana (en Canada también).
Todas esas fábricas pudriéndose a lo largo del Rust Belt – junto con las ciudades y pueblos donde estaban localizadas – pasaron de ser un problema estético (al menos para aquellos que no vivieron su debacle en carne propia) a una fuente de escasez y precariedad en la primera potencia económica del mundo. Cuando la pandemia del Covid-19 trancase el comercio global y dejase a la mayoría de los países sin los insumos más básicos, como máscaras y equipó protector personal para aquellos en los frentes de la guerra contra el virus, los gringos no fueron la excepción e, igual que muchos, sufrieron su dependencia en la capacidad industrial china.
Del otro lado del Atlántico, cuando a Margaret Thatcher, líder del Partido Conservador y Primera Ministra de Gran Bretaña por 11 años, le preguntaron cuál había sido el mayor logro de su administración, la Dama de Hierro respondió: Tony Blair. Thatcher se refería al hecho que Blair, líder del Partido Laborista y Primer Ministro británico desde 1997 hasta 2007, adoptó las políticas económicas y sociales que ella había promovido. Blair y su “Nuevo Laborismo” (New Labor) mantuvieron el enfoque en la “liberación” de mercados y las privatización de recursos estatales, consolidando así la supremacía neoliberal en toda la esfera anglo-americana.
La devastación que trajeron estos cambios en ambos países, lenta pero segura, eventualmente llevó a la elección de Trump en EE.UU., y a la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, respectivamente. Las pérdidas millonarias de buenos empleos, meras estadísticas para los economistas, se tradujeron en la desaparición de estabilidad financiera y poder político para las clases media-baja y obrera, tanto gringas como británicas. Más devastadora aún, sin embargo, fue la respectiva pérdida de estatus social sufrida por toda esa gente, algo que para nosotros los sapiens es prácticamente como la muerte de un ser que amamos.
El resentimiento engendrado por lo que para muchos ha sido una plaga creada por sus propios líderes – combinada con cambios culturales (por ejemplo, la tecnología y a quién ha empoderado) y demográficos (la inmigración y el envejecimiento de la población) – han servido de combustible para los movimientos populistas que hemos estado viendo alrededor del mundo.
Lógicamente, cuando una parte significativa de tu población se esta muriendo, literalmente, de desesperación, la democracia y otras libertades empiezan a importar menos y menos, y la seguridad económica se convierte en casi nuestra única consideración como consumidores, mientras que cada día pensando menos como ciudadanos.
En unos días publicaré la segunda mitad de esta entrega, en la que exploraremos como los cambios engendrados por el neoliberalismo, de manera muy similar, causaron todo tipo de estragos en Panamá, igual que en el resto de la región.